Nuestro opinador se mueve entre el significado de pereza, eficacia y eficiencia para intentar no opinar del desastre nacional

La pereza políticamente correcta

escribiendo

Miren, vamos a hacer una prueba, que son las 18:54 de la tarde de un sábado soleado y me siento, al fin, frente al ordenador porque acabo de recordar que no he escrito el artículo que, hace ya algún tiempo, me comprometí a mandarle a este medio semanalmente. Y después de una semana rumiando argumentos para despacharlo sobre el histórico apagón del pasado lunes 28 de abril, he visto y escuchado a tanto experto, a los que sigo sin comprender que, así se lo digo, servidor va a esperar a los informes oficiales para enterarme de qué es lo que ha pasado. Que, si todo un ministro como Bolaños no tiene prisa alguna por saber, por qué vamos a correr el resto de los mortales ¿no les parece?

Hoy me van a permitir moverme en lo mundano. Sobre todo porque mi mujer, que es mando en plaza en lo que a la agenda del fin de semana se refiere, me recuerda que hemos quedado a cenar con amigos, con lo que tampoco estoy para profundas elucubraciones literarias. Y como un compromiso es un compromiso, nada como hacerlo de buen grado y con las mejores intenciones hablándoles precisamente de eso que pasa en momentos como el actual, cuando los recursos y el tiempo son escasos y hay que cumplir un cometido.

Para estas situaciones se inventó eso que hemos llamado eficiencia, que no es otra cosa que la pereza, pero bien vestida, o tal que, hablando en modo políticamente correcto, que diríamos ahora. Porque llamarnos eficientes no es otra cosa que ser astutamente perezosos, de una manera ciertamente inteligente y selectiva, para lograr el mejor resultado posible con el menor consumo posible de recursos a nuestro alcance. Algo que se parece a ser eficaz pero que no es lo mismo, porque la eficacia es la capacidad de alcanzar un objetivo, mientras la eficiencia, como digo, es alcanzar el mejor objetivo con el menor gasto. Si tienen hijos adolescentes lo comprenderán rápido: su hijo es eficaz si se estudia todos los temas del examen y lo aprueba; será eficiente si se estudia los dos temas de la docena que llevaba para examen y justo son los que le preguntan. Nadie dudaría en calificar a su hijo de eficiente pese a que en el fondo sepamos todos que es un vago.

De hecho, si lo pensamos bien, la historia nos ofrece múltiples ejemplos de cómo desde siempre hemos estado inventando cosas que hagan el trabajo por nosotros, desde la rueda o la polea, para no ir cargando o arrastrando grandes pesos, hasta el mando de la tele o la roomba, para no movernos del sofá mientras elegimos canal y desaparecen las migas de la alfombra. Cosas maravillosas, oiga, que nos han permitido trabajar menos.

Pero no seamos hipócritas y llamemos a las cosas por su nombre, porque de no haber sido por la pereza, no existiría la eficiencia, que es como disimulamos aquel pecado capital que, sinceramente, resulta vergonzoso porque a nadie le gusta que le tilden de flojo cuando se puede ser eficiente. Y ello, aunque ha habido intentos por dignificar la innata condición de la holgazanería cuando, por ejemplo, todo un gurú de la modernidad como Bill Gates dijo aquello de que siempre se ha de poner a alguien perezoso a hacer un trabajo difícil porque encontrará una manera fácil de hacerlo. Pues eso: llámenlo eficiencia y tendrán a los héroes modernos: los que tienen neuronas para poder presumir de lo que para otros es un bochorno.

Posiblemente sea usted de los que sale el último de la oficina porque siempre hay algo que terminar o que terminar mejor. Y se estará usted, como me ha pasado a mí tantas veces, escandalizando por esta reflexión que le brindo, que verá como un canto a la desidia y a la dejadez absolutas… No se lo niego. Pero tómese estas letras como una invitación a aceptar esa inevitable modernidad que nos absorbe. Déjese llevar por el copiaypega y evite sentirse culpable por no teclear mil veces el mismo texto. Olvídese de tildes y otros signos de puntuación, que para eso está el corrector automático. Y viva como un virtuoso de la economía del esfuerzo teniendo siempre como máxima la célebre cita de Óscar Wilde: “el trabajo es el refugio de los que no tienen nada mejor que hacer”.

Posiblemente no haya nada de malo en aceptar que somos perezosos por naturaleza. Es más: que la pereza ha sido el gran motor de la humanidad, la gran revolución que nos ha hecho evolucionar. Piense incluso que, en la cumbre de la eficiencia, igual dejaremos de guerrear por la pereza que nos dará tener que enfadarnos con alguien tanto como para idear cómo eliminarlo. Aunque también es cierto que hasta ahora el camino ha sido el de inventar modos de hacerlo en más cantidad, en menos tiempo, y desde lo más lejos posible. Igual lo de la pereza convertida en eficiencia necesita de darle una vuelta…

En cualquier caso, piensen como yo en este momento de esta tarde de sábado maravillosa en la que llego a las 19:45 y estoy a punto de terminar con mi compromiso semanal sin gastar un gramo de energía en todo eso que debería importarnos, como el apagón energético, los aranceles de Trump, la elección de un nuevo Papa o quién ganará la liga. Que, al final, eficiencia y pereza son hermanas gemelas separadas al nacer por un simple quedar bien. Y si algo necesitamos hoy, saturados de estrés y sobreinformación, cuando tienes que salir a cenar con los amigos y tu mujer te insiste en que ya vamos tarde, no es desde luego más trabajo, sino más pereza eficiente.

Y no les digo nada ya de lo de procrastinar, que es ser eficiente a la máxima potencia.