Bomba, reguetón y otras amenazas musicales intergeneracionales

Después de escribir sobre licencias de obra sin tener ni idea, he vuelto para hablar de música sin tener oído. Estoy viendo hasta dónde puedo estirar el chicle del intrusismo. Spoiler: bastante.

king áfrica

Hay mañanas en las que uno se levanta con preguntas importantes: ¿Dónde he puesto las llaves? ¿Por qué sigo pagando Spotify si solo escucho la misma playlist de 2009? ¿Qué fue de mi dignidad? Pero hoy no. Hoy me desperté con esto: “Eva María se fue, buscando el sol en la playa…”

Y me quedé en la cama, en silencio, procesando que hay toda una canción sobre una señora que un día se cansó de todo, cogió su biquini de rayas y se fugó a la playa sin mirar atrás. Ni un WhatsApp. Ni una indirecta en Instagram. Ni una carta de despedida escrita en la arena. Solo abandono emocional… y SPF 50.

Y lo peor es que la seguimos cantando como si fuera un himno nacional. Como si estuviéramos relatando la versión española de Titanic, pero con sombrilla. Así éramos.
Y no era la única. También estaba Manolo Escobar, preguntando angustiadísimo “¿Dónde estará mi carro?”, en el primer true crime musical de la historia de España. O Los Diablos, convencidos de que “un rayo de sol” les había traído el amor. Spoiler: eso es insolación.

Se podía decir cualquier tontería, mientras sonara a verano en Benidorm.
Y aun así, hay quien dice: “Las de antes eran de amor. Las de ahora parecen discusiones entre Siri y un microondas.” Por supuesto. Lo que trajeron las nuevas generaciones fueron ritmos con el vocabulario de una licuadora en apuros. Trajeron letras que hacen que uno quiera abrazar un diccionario y llorar en negrita.

Hoy las canciones suenan como si las hubiera compuesto un router intentando conectarse. Una mezcla de gemidos, vocales solteras y consonantes huyendo por su vida. Frases que arrancan con entusiasmo y se descomponen como si alguien estuviese pisando el cable de la gramática.

Hay letras que parecen escritas por Siri borracha, y otras directamente suenan como si una tostadora estuviera teniendo un ataque de ansiedad con ritmo. Y lo más curioso: si no se entienden, mejor. El público objetivo tampoco está para muchas exigencias.
La norma es clara: si una palabra no rima, se le cambia la vocal. Si tiene más de dos sílabas, se considera literatura. Y si no suena sexy, se le mete un “brrr” encima y arreando.

Y luego están las letras. “Me porto bonito”, dice Bad Bunny, como si fuera un niño que ha dejado de comerse los mocos y quiere premio. “Yo soy una perra en calor”, dice otra artista, que no sé si está flirteando o necesita ver con urgencia a un veterinario.
Y atención al clásico moderno de Daddy Yankee: “Meneo que parece que fue bailando en el Tour de France.”

Sí, claro. Porque cuando uno piensa en sensualidad, lo primero que le viene a la cabeza es un ciclista sudando con mallas de licra, subiendo los Pirineos mientras le gritan “¡venga Enric!”. Erotismo y dopaje: la combinación perfecta. No sé qué clase de imágenes maneja Daddy Yankee en su cabeza, pero ojalá no se conviertan nunca en película.

Y claro, viendo este panorama, uno dice:“Nosotros sí que sabíamos lo que era música de verdad” Bueno. Hasta que te acuerdas de que nosotros teníamos a un señor llamado King Africa, vestido como si se hubiera escapado de una piñata humana, gritando “BOOOOMBAAAAAA” Con los pulmones de una ballena hipertensa. Lo cantábamos sudados. Felices. Sin cuestionarnos nada. No era música. Era crossfit para la vergüenza.

Teníamos a un tipo disfrazado de airbag humano gritando “Bomba” como si fuera el Evangelio según Pachá. Y nosotros ahí, en trance, con una mano en la cabeza, otra en la cintura, y el sentido del ridículo flotando boca abajo en la piscina.
Así que no. No somos mejores. Ni peores. Solo distintos en el tipo de estupidez que estamos dispuestos a bailar.

Unos cantaban a sombrillas y coches robados. Otros a ciclismo erótico y frases que suenan como errores de conexión. Y nosotros… nosotros tuvimos a King África.

Y si hay algo que une a toda la humanidad —desde los Beatles hasta Don Omar— es ese momento glorioso en el que alguien, en mitad de una boda o una verbena, te grita con convicción, como si de ello dependiera el futuro del planeta: “¡BOOOOMBAAA!”
Y tú, claro, te levantas. Y la bailas.

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