Papel, tijera, funcionario: perdí otra vez
Hoy iniciamos una nueva sección titulada "Las cosas de Alicia". Alicia es un ser maravilloso al que le pasan multitud de cosas, como a cualquiera de nosotros. Pero, la gran diferencia, es que ella las cuenta con ese gracejo y esponteidad que nos deja a todos tiritando de la risa. Ironía, sarcasmo y buen rollo son sus armas.
Habrá momentos risueños, otros más serios y, en todos los articulos que van a conformar la sección, seguro que habrá mucha queja, mucha protesta. Porque ella es así. Si no le gusta algo, lo suelta. Con naturalidad. Aquí les dejo con Alicia y sus cosas. Con "Las cosas de Alicia".
Hoy me sentí criminal. Y no de esas glamourosas que salen en Netflix y tienen nombre de telenovela. No. Criminal como una señora que se atreve -agárrense- a poner parquet con sus propias manos. PELIGROSA. Una amenaza para el gremio. Una enemiga del sistema. Una... intrusa.
El crimen ha comenzado en el área de Urbanismo del Ayuntamiento de mi localidad, esa sala de escape de pesadilla donde las normas no las escriben personas, sino duendes aburridos con ganas de venganza. Yo, inocente ciudadana con brocha en mano y espíritu DIY, he entrado con la intención de pedir un permiso para cambiar el parquet y unas puertas. Nada loco. Nada que no haya visto uno en mil vídeos de reformas en Instagram con música de fondo motivacional y resultados que siempre acaban con una taza de café humeante sobre una mesita de estilo escandinavo. Gracias IKEA.
Pero no, resulta que si te lo haces tú, eso es intrusismo. Me lo han dicho con la seriedad de quien te comunica que tu hijo ha hecho campana. Intrusismo. ¿Perdón? Le he explicado con voz de señora con la tensión alta que no iba a montar una empresa de reformas ilegales desde mi cocina, que solo quería poner el suelo nuevo y no arruinarme por el camino. Y entonces he preguntado lo lógico:
¿Y si me hago un jersey, también estoy cometiendo intrusismo contra las modistas del barrio? Y no me ha sabido responder. Lástima, porque la analogía me parece brillante y merecía al menos una risa nerviosa.
Total, que no me han dado el permiso. Porque claro, el formulario, ese formulario, solo contempla poner un parquet encima del anterior. Así. Como quien se pone un calcetín encima del otro sin quitarse el primero. El plan oficial es ir apilando parquets hasta llegar al techo. 2043: la casa es un cubo macizo de tarima flotante. La normativa lo aprueba. ¡Adelante!
Ahora, si lo quiero cambiar quitando el viejo (ya ves tú, loca de mí, intentando hacer las cosas bien), entonces tengo que presentar un presupuesto de un profesional. Que no tengo. Porque lo quiero hacer yo. Y si no, un ticket de compra de los materiales... que no he comprado aún, porque tengo un pisito de 70 metros y no quiero dormir abrazada a doce cajas de parquet como si fueran peluches de IKEA.
Y entonces, en un momento estelar de frustración ciudadana, le he dicho al funcionario —que ya me miraba como si yo fuera la que inventó el delito de pensar por cuenta propia—: ¿Y si no me caben en casa, qué hago? ¿Me meto el parquet por el culo y ya cuando llegue el momento lo saco?
Aquí hubo una pausa. Un silencio administrativo. Literal. Se ha generado esa energía incómoda que solo ocurre cuando alguien dice en voz alta lo que todos estamos pensando pero nadie se atreve a decir con palabras que incluyan orificios corporales.
Y con eso me he ido. Sin permiso, sin parquet, y con la sospecha creciente de que en este país hacer las cosas bien por tu cuenta es más peligroso que alquilar sin contrato o comprar fuegos artificiales por Wallapop.
Así que nada, amigos, amigas, intrusos de la vida: si hoy os hacéis un bocadillo sin presentar presupuesto de cocinero, cuidado. La administración os observa. Y no le gusta el pan de molde.
Hasta la semana que viene, si no me empapelan por meterme a escritora sin carnet de columnista autorizado