Ni jueces ni Jurados, si puede ser…
Me parece un error lo de que ante una acusación te juzgue y dicte veredicto sobre tu inocencia o culpabilidad un grupo de nueve ciudadanos así encargados de ser parte de la Administración de Justicia porque, como dice el preámbulo de la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado, es una forma “de participación en los asuntos públicos”. No me gusta, si les tengo que ser sincero. Como tampoco me haría mucha gracia que a mi dentista le diera por dejarle el torno para hurgarme la boca a cualquiera que se pasase por la consulta.
El mandato constitucional del art. 125 de nuestra Constitución de que los ciudadanos podremos participar directamente mediante la institución del jurado en la Administración de Justicia, en el ámbito penal, siempre me ha sonado a una buena intención de alto riesgo que puede tener consecuencias indeseables. Y ello porque supone confiar a la voluntad humana algo tan complejo como decidir si el prójimo es culpable de haber cometido un delito, con la responsabilidad de desatar las consecuencias que eso conlleva. Pero una voluntad humana que no se rige por el estudio y la preparación durante años en el aprendizaje de la ley y de su necesaria interpretación para aplicarla a casos concretos, trámite por el que sí pasa un juez profesional, sino dirigida por una, siento decirlo, solo supuesta objetividad y neutralidad ante los hechos que tiene que enjuiciar.
Si hay alguien que piensa que en España se van a encontrar nueve personas totalmente imparciales a la hora de juzgar a la mujer del presidente del Gobierno, que levante la mano… Porque es más que evidente la imposibilidad de hallar a alguien que no tenga una idea formada en nuestro país de si Begoña Gómez es culpable o inocente. De lo que sea que se le acuse. No hay español que no tenga hoy una opinión al respecto. O más que una opinión. Y eso se llama prejuicio. Algo que no consentiríamos jamás de un juez de los de toga y puñetas, pero que, en el caso de los nueve llamados a emitir su veredicto, solo depende de la pericia en su selección por los abogados, de su astucia para ocultar cualquier preferencia en ese trámite y, a día de hoy, de la mera estadística.
Un Gobierno socialista, bajo la presidencia de Felipe González y con un Ministro de Justicia como Juan Alberto Belloch, fue quien llevó adelante en 1995 que en España tuviéramos jurados populares, uniéndonos así a países como Francia, Italia, Grecia, Bélgica y alguno más, frente a otros Estados de nuestro entorno que no contemplan esta posibilidad y fían su Administración de Justicia solo a jueces profesionales, como sucede en los Países Bajos o en el conjunto de Estados bálticos y escandinavos, entre otros. No se trata, por tanto, de que dar participación ciudadana a lo de dictar veredictos sea un estándar de mayor o mejor democracia, sino, simplemente, de una opción.
En España, de momento, y teniendo en cuenta que el cohecho, el tráfico de influencias o la malversación, delitos típicos de políticos en sus cargos, se han de juzgar por el Tribunal del Jurado, porque así lo establece la ley y no por una decisión libre de nadie, basta recordar dos casos de cierta repercusión para encontrar, digámoslo así, “curiosidades” …
Jaume Matas, presidente popular de Baleares fue declarado culpable en 2013 por un jurado que, además de ser unánime en la declaración de culpabilidad, lo fue para rechazar posibilidad de suspensión de la condena o de indulto. Francisco Camps, presidente igualmente popular de la Comunidad Valenciana, fue absuelto como inocente por un jurado cuando otros dos de los encausados, Rafael Betoret y Víctor Campos, fueron condenados previamente por los mismos hechos tras haber reconocido expresamente su culpabilidad y aceptar una condena pactada con el Fiscal. Nadie daba un duro por Camps, hoy de nuevo en la carrera por dirigir el PP valenciano, ante aquel veredicto de 2012 por haber recibido, supuestamente, unos trajes de los cabecillas de la trama Gürtel: cinco de los nueve jurados, sin embargo, no se creyeron la acusación.
No se puede decir, por tanto, que el hecho de que te juzgue un jurado popular sea mejor o peor. O como se escucha bastante a menudo: si eres culpable, pide jurado; pero si eres inocente, fíate al juez. Esa estadística ni existe ni existirá jamás, porque se es lo que decide el juez o, en su caso, el jurado, y no lo que creemos que debiera haber sido, en cualquier caso. Así funciona.
Pero lo que no es de recibo es que ahora, cuando el Tribunal del Jurado es, probablemente, el trance por el que deberá pasar la esposa de Pedro Sánchez, desde el progresismo político que dice encarnar la izquierda de este país se tache esta institución como algo inadmisible cuando no lo fue para juzgar a Matas o a Camps. Porque si la ley es igual para todos, debe serlo sin distinción de etiquetas políticas, que tan iguales somos ante una ley acertada como ante la que es un error. Y si resulta que vamos pregonando que los jueces son fachas, lo que no puede ser es que se dude ahora también de que sea la gente el que imparta justicia democráticamente. ¿O no era eso lo que buscábamos?
Tanto tiempo reclamando que sea el pueblo soberano el que dicte veredictos populares y resulta al final que lo que siempre se ha buscado es realmente que no nos pueda juzgar nadie. Eso sí que es una puerta trasera de las de verdad, óigame: se llama impunidad. Pero solo para los nuestros, claro…