El nuevo y viejo problema de la independencia judicial
La independencia de los jueces es para una democracia la garantía misma de su continuidad. La observancia de la ley (cumplirla y hacerla cumplir) es la última defensa frente al autoritarismo de quien detenta el poder. Y socavar y atacar constantemente ese principio básico de control del gobierno oponiéndose a la autonomía de quienes están llamados a protegernos de nosotros mismos es, hoy, uno de los grandes riesgos a los que nos enfrentamos como sociedad.
En abril España recibía un nuevo el varapalo de los que muchos que vienen cayendo desde hace años del grupo GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción, dependiente del Consejo de Europa) por la “aparente politización” observada y que comprometería la independencia del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Y es cierto que tras la renovación del órgano se observan, al menos, gestos dirigidos a neutralizar esa más que evidente politización del órgano de gobierno de los jueces a través de la postura mantenida públicamente por su Presidenta, Mª. Isabel Perelló, más allá de su adscripción a una determinada asociación judicial, la de Juezas y Jueces para la Democracia, que desde algún sector inicialmente fue causa de reticencias hacia su nombramiento en septiembre de 2024.
Sigue sin embargo latente el gran problema de la politización de los jueces cuando su órgano rector, el CGPJ, se viene nombrando, y no solo ahora, sino desde la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) en 1985, por los políticos, por el Congreso y el Senado, y no ya mediante el juego democrático, sino mediante el acuerdo entre partidos para el reparto de sillones, algo que, posiblemente, sea lo más antidemocrático que exista.
Quienes pretenden que el juez debe someterse en mayor medida a la voluntad popular expresada en las urnas antes que al tenor literal de la ley y a la necesaria, prudente y razonada aplicación de la misma a la realidad, argumentan que, como poder del Estado, el judicial debe someterse al adoptar sus decisiones a lo que en cada momento la ciudadanía transmita votando. Aunque realmente no encontraremos entre quienes así piensan la honestidad de aceptar que los jueces giren eventualmente hacia posiciones distintas a las propias cuando sean otras ideas las que triunfen en un proceso electoral, seamos claros.
La tan traída legitimidad democrática de jueces y magistrados se basa, por ello, no en el hecho de que sean elegidos o colocados en sus puestos por voto directo de la ciudadanía, modelo posible pero muy minoritario en nuestro entorno, sino de su capacidad y preparación profesionales y de su sometimiento estricto a la ley, norma que, esta sí, emana de la soberanía nacional, de todos nosotros, a través de las Cortes en su función representativa. Que pueda expresarse la opinión, en su caso negativa, que quienes no somos poder judicial hagamos de sus decisiones al interpretar la ley y aplicarla es, precisamente, un derecho democrático amparado por la libertad de expresión. Pero la crítica desaforada de quienes son, directa o indirectamente, parte en el conflicto hacia una decisión que, básicamente, no les gusta porque no les da la razón, no puede poner en cuestión la legitimidad misma de un sistema de justicia donde, evidentemente, ante un conflicto siempre habrá una parte que no esté contenta con el resultado de su resolución, cuando no lo estén las dos.
Escuchar, por ello, una vez más la lamentable cantinela de miembros del Gobierno de España doliéndose de las decisiones de determinados jueces que están cumpliendo con su función, arremetiendo contra los mismos y sus decisiones y minando sin pudor el principio de autonomía del poder judicial, es inaceptable. Y lo es ahora con un gobierno de izquierdas como lo fue en su día con un gobierno de derechas al que también pusieron, y siguen poniendo, los jueces en su lugar, y que igualmente tachó de lawfare por boca de alguno de sus representantes, por ejemplo, la sentencia que declaró al Partido Popular como partícipe a título lucrativo en el caso Gürtel -manifestaciones luego rectificadas, pero que efectivamente se hicieron-.
El problema en este momento, y en todo caso, es que asistimos a algo más que a excesos verbales en el debate político, que pueden, y deben ser rectificados. Hoy se ha instalado en nuestra clase política la idea de que los jueces quieren ejercer un poder que no tienen: el de gobernar desde sus juzgados y tribunales. Y que la lucha contra este poder del Estado es, por ello, necesaria y legítima. Y que en esa guerra vale todo: incluso interferir activamente en su designación desde la política para conseguir jueces sumisos y adeptos a determinadas posiciones políticas, algo que, y también en esto jueces y magistrados deben ser criticados, ellos mismos deberían saber evitar dejando de jugar, y no permitiendo que se juegue con ellos, a esa extraña catalogación de “conservadores” y “progresistas” dependiendo de su adscripción a una u otra asociación profesional.
La última reconvención llega calentita a España desde Europa (siempre Europa…), insistiendo la Comisión de Venecia del Consejo de Europa en un modelo de elección del CGPJ a través de los propios jueces, dado que el modelo actual no cumple con los estándares europeos. Un modelo, recordemos, introducido en 1985 con un gobierno socialista, declarado constitucional aunque con matices (justamente el de no caer en la práctica del reparto de sillones entre partidos), que no fue nunca modificado por los gobiernos populares que pudieron hacerlo, y que ni PSOE ahora ni PP anteriormente han dejado de prometer que reformarían, pese a consolidarlo en la práctica nombrando a sus elegidos por afinidad una y otra vez.
No es un problema nuevo. Es un problema urgente. Más aún porque ya dura demasiado y nadie ha hecho por ponerle solución.