Sanfermines profanados: cuando la fiesta se convierte en tribuna del odio
Lo que ha sucedido en los Sanfermines de 2025 no es simplemente un error de protocolo, ni una "expresión libre" de solidaridad mal encajada. Es un acto de profanación cívica y cultural que merece ser condenado sin ambages. Bajo el disfraz de compromiso humanitario, se ha perpetrado una apropiación política inadmisible, revestida de una retórica tan burda como peligrosa. "¡Viva Palestina libre!", gritaron. "¡Free Palestine, Stop Genocide!", corearon ante miles de personas. Pero lo que realmente resonó fue algo más antiguo, más oscuro y más venenoso: el eco de un antisemitismo reciclado, embotellado con etiqueta progresista.
En nombre de la libertad, se incitó al odio. En nombre de los derechos humanos, se arrojó sospecha y desprecio sobre un pueblo entero. En nombre de los oprimidos, se glorificó una causa cuya narrativa ha sido secuestrada por quienes jamás han mostrado reparo alguno en la masacre de inocentes. Y todo ello desde el balcón del Ayuntamiento de Pamplona, durante el sagrado instante del chupinazo, ese momento que debería estar consagrado a la alegría, la unión y la memoria festiva de generaciones.
La defensa de Israel no puede ser condicional, y menos cuando se trata de una democracia que se ve forzada a defenderse contra el terror más despiadado. Israel, la única democracia verdadera de Oriente Medio, ha demostrado una y otra vez su compromiso con la vida humana, mientras que Hamas y sus aliados han convertido el asesinato de civiles en su método preferido de lucha política. Los etarras y sus defensores de salón, que ahora abrazan la causa palestina con fervor sospechoso, revelan la naturaleza profunda de su odio: no es solidaridad con los oprimidos, sino complicidad con el terrorismo. Es la misma mentalidad que durante décadas asesinó a funcionarios de prisiones, guardias civiles, niños y madres de familia en el País Vasco, ahora reciclada bajo el barniz de la justicia social internacional.
Israel tiene el derecho y el deber de defenderse contra Hamas, una organización terrorista que no solo ha convertido Gaza en una base de lanzamiento de misiles, sino que ha utilizado escuelas, hospitales y mezquitas como escudos humanos, convirtiendo a su propia población en rehenes de su fanatismo. Mientras Israel desarrolla sistemas como el Domo de Hierro para proteger a sus ciudadanos, Hamas invierte en túneles para atacar a los civiles israelíes. Mientras Israel evacúa áreas civiles antes de operaciones militares, Hamas ejecuta a quienes intentan huir de las zonas de combate. Esta diferencia moral no es accidental: es el abismo que separa a una democracia que valora la vida de un régimen terrorista que la desprecia.
Los palestinos que participan en actos de terror, que celebran el asesinato de familias enteras, que educan a sus hijos en el odio más primitivo, no son víctimas: son cómplices de una maquinaria de muerte que ha convertido el conflicto en un culto al martirio. Y quienes, desde España, desde el balcón de un ayuntamiento, legitiman esta barbarie, no hacen sino demostrar que el virus del antisemitismo ha mutado, pero no ha desaparecido. Ahora se disfraza de antisionismo, pero sigue siendo el mismo odio ancestral que ha perseguido al pueblo judío durante milenios.
Lo sucedido no es espontáneo. Es parte de una estrategia bien trazada por el marxismo cultural y su cohorte de ingenieros morales, empeñados en convertir cada rincón de la vida colectiva —desde las aulas hasta las plazas, desde las ferias hasta los rituales ancestrales— en una tribuna de agitación ideológica. En este caso, la causa elegida ha sido Palestina, pero el método es siempre el mismo: dividir, imponer, adoctrinar. La fiesta no se celebra: se reeduca. La tradición no se honra: se purga de su neutralidad. Y el pueblo no participa: se subordina a la consigna.
El "Viva Palestina" lanzado en Pamplona no ha sido un grito de compasión, sino un gesto de arrogancia moral, una afrenta al espíritu festivo, y —no menos grave— un ataque simbólico al pueblo judío, disfrazado de justicia universal. Porque quien realmente defiende los derechos humanos no lo hace seleccionando víctimas por conveniencia política, ni callando ante la barbarie de Hamas, ni señalando a Israel como encarnación del mal absoluto, en una repetición sutil, pero no menos siniestra, de los libelos más antiguos de Europa.
La hipocresía es nauseabunda. Los mismos que gritan "genocidio" cuando Israel responde a los ataques terroristas, guardan silencio ensordecedor ante las masacres perpetradas por Hamas, ante los cohetes lanzados contra civiles israelíes, ante los túneles excavados bajo hospitales y escuelas. Los mismos que exigen "justicia" para Palestina, jamás han condenado los atentados suicidas, los asesinatos a puñaladas, los secuestros de menores. Su solidaridad es selectiva, su moral es hipócrita, su causa es una farsa.
¿Qué viene después? ¿Una Semana Santa antisionista? ¿Un Corpus Christi "decolonial"? ¿Un Rocío "disidente y transfeminista"? Esta deriva no es solo grotesca, es suicida. Despojar nuestras fiestas de su función integradora, para usarlas como tambores de guerra cultural, es dinamitar los últimos vínculos comunitarios que aún resisten frente al nihilismo posmoderno.
Condenamos, pues, sin matices ni eufemismos, este acto de manipulación ideológica. No por lo que defiende en apariencia, sino por lo que realmente impone: una cosmovisión dogmática, culpabilizadora y corrosiva. Condenamos a Hamas y a todos los terroristas palestinos que han convertido el asesinato en su estrategia política. Condenamos a quienes desde España legitiman esta barbarie. Y condenamos especialmente a los etarras y sus herederos ideológicos, que ahora han encontrado en la causa palestina un nuevo pretexto para su viejo odio.
Frente a la tristeza de ver cómo el San Fermín se convierte en pancarta, solo cabe una respuesta: despertar, resistir y restaurar el sentido común. Porque no todo vale. Y menos cuando se juega con el alma de un pueblo. Y menos aun cuando se legitima el terrorismo bajo el disfraz de la justicia social.