Gobernar implica responsabilidad, sí. El que gobierna puede acertar o fracasar. Pero cuando el juego está amañado, cuando las cartas se reparten entre dos y las reglas se pactan en la sombra, no hay democracia que valga. Hay simulacro. Hay teatro. Y el público, nosotros. cada vez más enfadados, más escéptico, más solos.
Y en ese vacío aparecen los populismos. De todos los colores. Vociferantes, oportunistas, con frases hechas y promesas huecas. No piensan en el mañana, solo en el titular de hoy. No proponen, provocan. No unen, humillan. No construyen, incendian.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos dando oportunidades a quienes ya han demostrado que no las merecen? ¿O les mandamos a casa, sin aplausos, sin segundas vueltas?
Pero seamos honestos. Si descartamos el bipartidismo y los populismos, ¿qué nos queda? ¿Dónde está la alternativa real, ética, valiente?
La respuesta no está en un solo partido, ni en una figura mediática. Está en la suma. En los partidos que aún creen en la política como servicio público. En los que proponen reformas, no eslóganes. En los que trabajan desde la ilusión, no desde el odio. En los que entienden que la ética no es un adorno, sino una columna vertebral.
No son pocos. Son muchos. Pero están dispersos, fragmentados, silenciados por el ruido. Por eso este artículo es un llamamiento. A todos ellos. A que se sienten, dialoguen, acuerden. A que construyan una alternativa reformista, un proyecto común que devuelva a España la esperanza, la dignidad, el futuro.
Quizás sea la última oportunidad. Y si no la aprovechamos, quizás también sea la última vez que podamos elegir algo distinto.