Opinió

Cuando todo es tan complicado: reflexiones sobre el conflicto entre Israel y Palestina

Llevo tiempo intentando entender el conflicto entre Israel y Palestina. Leo, releo, comparo fuentes, escucho voces distintas. Intento no quedarme solo con titulares o con lo que me emociona en un vídeo de redes. Quiero comprender. Pero cuanto más me informo, más contradicciones tengo. Más difícil se me hace tomar partido de una forma tajante.
Gaza devastada
photo_camera Gaza devastada

Porque quien diga que lo tiene todo claro, que hay buenos y malos sin matices, quizás es que se lo han explicado mal. O quizás, simplemente, ha preferido quedarse con una historia simplificada. Pero la realidad es mucho más dura y más compleja.

Llevamos casi 60 años de conflicto abierto, y más de un siglo de tensiones profundas. En este tiempo, ha habido guerras, ocupaciones, atentados, represión, desplazamientos forzados, misiles, muros, bloqueos, fanatismo, dolor. Y lo más trágico: generaciones enteras han crecido bajo el odio, sin conocer otro horizonte que el del enemigo.

Israel, nos guste más o menos, es una democracia con muchas de las formas que reconocemos en Europa: hay elecciones, partidos, prensa, jueces. Palestina, en cambio, no lo es. Está dividida entre la Autoridad Nacional Palestina en Cisjordania y el grupo islamista Hamas en Gaza, un grupo violento y fundamentalista que ha hecho del terror una herramienta de poder.

¿Eso justifica la ocupación, la demolición de casas, el castigo colectivo, los bloqueos, los bombardeos a civiles? En absoluto. Israel lleva décadas machacando a Palestina, y es comprensible que una parte del pueblo palestino no quiera ni oír hablar de paz, cuando lo que vive es violencia constante, marginación, humillación. Pero tampoco podemos ignorar que Hamas lanza cohetes indiscriminadamente, que no acepta la existencia del Estado de Israel, que impone el miedo a su propia población.

Y aquí es donde todo se enreda. Porque los pueblos no son sus gobiernos, pero los gobiernos definen las políticas. Porque el sufrimiento no se mide con banderas, pero el mundo lo hace. Porque apoyar a uno no debería significar justificar todo lo que hace, pero a menudo se interpreta así.

El conflicto, además, ha sido alimentado por potencias extranjeras, intereses económicos, fanatismos religiosos. Y eso lo ha convertido en un polvorín permanente. Las soluciones que se proponen —dos Estados, paz negociada, desarme, reconciliación— suenan bien, pero no se sostienen si no hay voluntad real de ambas partes.

Hoy, con el corazón en la mano, no sé a quién apoyar sin sentir que traiciono parte de lo que creo. Condeno la violencia de Hamas, pero también la ocupación sistemática de Israel. Quiero que Palestina sea libre y digna, pero no puedo defender a quienes usan el terror. Me duele cada niño que muere en Gaza, y también cada civil que muere en Tel Aviv.

Quizás la única posición justa hoy sea la empatía y la exigencia de respeto a los derechos humanos para todos. Apoyar a quienes sufren, vengan de donde vengan. Exigir el fin del fanatismo, venga de donde venga. Y seguir hablando, leyendo, cuestionando, aunque no lleguemos nunca a una respuesta que nos deje en paz.

Porque cuando todo es tan complicado, lo fácil es elegir bando. Lo difícil es elegir humanidad.