Opinió

Los 380 millones del sindicalismo español: subvenciones, funciones y paradojas

Entre 2020 y 2024, CCOO y UGT recibieron más de 380 millones de euros en subvenciones públicas. No es un secreto, ni un escándalo oculto: es un hecho, es un dato oficial, documentado en los Presupuestos Generales del Estado. Lo sorprendente es lo poco que se nota en la calle. Porque mientras el dinero fluía, las calles estaban vacías, los convenios se estancaban y los salarios apenas respiraban. El sindicalismo español, que un día fue sinónimo de lucha, parece haberse convertido en una oficina de gestión tranquila, donde la reivindicación se tramita por ventanilla.

Los líderes de CCOO y UGT
photo_camera Los líderes de CCOO y UGT

Hubo un tiempo en que las siglas sindicales eran sinónimo de resistencia, no de protocolo. Hoy, en cambio, el sindicalismo parece haberse burocratizado hasta el bostezo. Sus líderes se sientan en mesas de diálogo social más cómodas que combativas, y su presencia en la calle se activa con sospechosa puntualidad: cuando gobierna la derecha, o cuando toca pronunciarse sobre conflictos internacionales que distraen del propio país.

Unos datos: Balance global entre 2020–2024. Total aproximado de manifestaciones o concentraciones promovidas por CCOO y UGT: entre 180 y 200 (1º de mayo, por el cambio climático, 8M,  pro-Palestina, contra la ultraderecha…) en todo el periodo España no registró ni una sola huelga general. Ni una.

En comparación, entre 2010 y 2014 hubo más de 800 movilizaciones sindicales contabilizadas por Interior y hubo entre 2008  y 2014  cinco huelgas generales

Es decir: la actividad en la calle ha caído más del 75% en apenas una década.

La afinidad ideológica con el Gobierno han convertido a los grandes sindicatos, CCOO y UGT, en interlocutores estables del poder, más cercanos al despacho que al piquete. Los sindicatos viven en una calma subvencionada. La protesta ha cedido su lugar al procedimiento, y la reivindicación, a la administración

Mientras la inflación devoraba sueldos y el alquiler se disparaba, CCOO y UGT optaron por la colaboración. En lugar de convocar huelgas, firmaron acuerdos y notas de prensa. En lugar de gritar en la calle, hablaron en Moncloa. En lugar de banderas, protocolos …y cuando por fin salieron a la calle, no fue para exigir más inspectores laborales o denunciar la brecha salarial, sino para protestar contra la oposición o mostrar solidaridad internacional. Noble, quizá, pero ajeno al mandato que les dio origen.

Los sindicatos, “mayoritarios” —dicen— cumplen una función pública, colaboran con el Gobierno en políticas de empleo, formación y diálogo social. Y es verdad. Pero también lo es que ninguna institución muerde la mano que la alimenta. Cuando el 80% de tu financiación depende del Estado, la rebeldía se convierte en un lujo y la independencia, en un recuerdo romántico. los sindicatos viven en una calma subvencionada. La protesta ha cedido su lugar al procedimiento, y la reivindicación, a la administración. El dinero público, en este caso, compra algo más que cooperación: compra silencio.

Silencio ante el aumento del coste de la vida, ante el abuso de los contratos temporales, ante el miedo a perder el empleo. Y ese silencio, repetido y rentable, acaba siendo el precio de una paz social que se confunde con sumisión.

El resultado es un sindicalismo que protesta poco y negocia mucho, que se presenta como voz del pueblo pero habla con el tono del poder. Un sindicalismo que, paradójicamente, vive de lo público mientras representa lo privado.

Qué paradoja! cuanto más dinero público reciben, menos representan a los trabajadores y cuanto menos los representan, más necesitan de ese dinero para justificar su existencia. Una espiral perfecta de dependencia y desconexión.

Los 380 millones para CCOO y UGT no son solo una cifra; son un espejo incómodo que refleja el paso del sindicalismo español de la resistencia a la rutina, del sacrificio a la subvención y el síntoma visible de una enfermedad más profunda: la desconexión entre los sindicatos “mayoritarios” y aquellos a quienes deberían servir porque está en juego no es solo el dinero, sino la credibilidad del movimiento obrero, que a diferencia de las subvenciones, no se puede renovar por decreto.