“No me consta la confianza:  de la ética al silencio”

En 2017, Pedro Sánchez pronunció una frase que parecía tallada en mármol político: “La corrupción disuelve la confianza en los gobernantes.” Eran los años en que el Partido Popular se desangraba entre casos judiciales, sobresueldos y grabaciones vergonzantes. Sánchez aparecía entonces como el redentor institucional, el hombre que iba a lavar la cara del sistema. Pero ya se sabe: en política, las frases solemnes son como las promesas de amor eterno; brillan mientras dura la luna de miel y se olvidan en cuanto llega la rutina del poder.

El Sr. Pedro Sánchez que predicó que la corrupción destruye la confianza parece haber descubierto una versión más sofisticada del mismo mal. La corrupción ya no es sólo económica; es moral, discursiva, estructural. Es la erosión de la coherencia. La que permite justificar alianzas contradictorias, proteger a los propios con excusas técnicas o fingir que nada pasa mientras los medios hierven. Ocho años después, esa misma frase regresa con una ironía feroz.  No como declaración de principios, sino como eco de una comparecencia incómoda. Esta vez, no fue la palabra “corrupción” la protagonista, sino una fórmula aséptica y calculada: “No me consta.”

Durante su intervención en el Senado, Sánchez la repitió como un conjuro de supervivencia. No afirmó, no negó, no explicó. Simplemente declaró su falta de constancia, ese eufemismo elegante que permite escapar del sí y del no sin mojarse los zapatos. En ese “no me consta” hay toda una filosofía: la del político que ya no predica la transparencia, sino la prudencia semántica; que ya no ofrece certezas, sino perímetros de ambigüedad.

Y así, el hombre que un día afirmó que la corrupción disuelve la confianza en los gobernantes termina encarnando la antítesis perfecta de su propia sentencia. El líder que enarboló la ética como estandarte parece hoy prisionero de los mismos mecanismos de poder que antaño criticaba. En política, la coherencia se convierte en una forma de heroísmo: escasa, incómoda y difícil de sostener.

Porque la corrupción —no sólo la de sobres y contratos, sino la más sutil, la de las concesiones morales, la del “todo vale por gobernar”— también disuelve la confianza. La mata lentamente, sin titulares, con la anestesia de la costumbre.

El “no me consta” es, en esencia, la coartada del que sabe que negar sería peligroso y afirmar, suicida. Es la rendija legal donde se refugia la política cuando la ética aprieta. Y lo más grave no es su contenido, sino su música: ese tono neutro, burocrático, que pretende sustituir la claridad por el trámite. Es el lenguaje de los que ya no aspiran a convencer, sino a resistir.

La frase de 2017 pretendía ser un principio moral; el “no me consta” de 2025 suena como su epitafio. Entre una y otra, lo que se ha disuelto no es sólo la confianza, sino la capacidad de llamar a las cosas por su nombre. La transparencia ha sido reemplazada por el reflejo defensivo; la responsabilidad, por el cálculo; la convicción, por la técnica de la respuesta sin contenido.

La antítesis entre lo que dijo y lo que ahora representa es brutal. El político que antes exigía dimisiones inmediatas ante la mínima sospecha, hoy se escuda en los procedimientos, en el “dejemos actuar a la justicia”. La misma frase que antes sonaba a principio, hoy suena a coartada. Y así, la indignación de ayer se convierte en la resignación de hoy, esa forma elegante de la hipocresía.

Porque, al final, la corrupción política no empieza con un maletín: empieza con una mentira. Con la mentira de creer que las palabras no tienen memoria. Pero las frases, como los fantasmas, siempre regresan. Y cuando lo hacen, suelen encontrar a sus autores en el lugar más incómodo posible: el trono del poder.

Quizá no haya mejor retrato del deterioro político contemporáneo que el del propio Sr. Sánchez: líderes que enarbolan la ética como estandarte para, años después, parapetarse tras una negación cuidadosamente ambigua. La corrupción disuelve la confianza, sí. Pero el no me consta” la licúa hasta volverla invisible, intangible, imposible de recuperar.

Y así, entre la moral recitada y la prudencia fingida, se consuma el ciclo perfecto del poder: del principio ético al tecnicismo autodefensivo. De la transparencia prometida al silencio blindado. De la palabra a la nada.