El periodista institucional: cuando el micrófono, la pluma y la cámara se arrodillan

Hay una vieja máxima del periodismo —tan repetida como ignorada— que dice: “Los hechos son sagrados, la opinión es libre.” Pero en la España actual, los hechos han sido exiliados al pie de página, mientras la opinión oficial se pasea por platós, columnas y boletines como un dogma de Estado. Lo que antes era un contrapoder se ha convertido en una sucursal del poder.

El ejemplo más reciente de este clima de manipulación política disfrazada de información lo protagonizó TVE —esa televisión que todos pagamos— , cuando en su programa Mañaneros 360 presentó a una señora, María del Mar Suárez Rodríguez, auxiliar administrativa del Servicio Andaluz de Salud (SAS) y liberada sindical de UGT, como “médico del Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla” (antes de administrativa y liberada sindical, fue cocinera del mismo hospital),  para criticar al Gobierno andaluz por la gestión del cribado de cáncer de mama.

El caso ilustra a la perfección una tendencia: la sustitución de la verdad por la conveniencia, de la credibilidad por la utilidad política.Es solo la gota que rebosa un océano de complacencia. No hablamos de un error, sino de un síntoma: la sustitución del periodismo por la representación. Ya no se informa, se interpreta; ya no se contrasta, se confirma.

Y el fenómeno no se limita a la televisión estatal. Medios escritos, audiovisuales y digitales subvencionados —ya sean autonómicos, municipales o de alcance nacional— han adoptado la misma liturgia institucional: repetir el relato del poder con un barniz de pluralidad. Periódicos que viven de la publicidad pública, radios que modulan el tono según el gobierno de turno, televisiones autonómicas que funcionan como ministerios de imagen… todos ellos participan en una gran coreografía de aparente diversidad.

Luego están los diarios municipales, esa prensa de barrio con alma de gabinete de comunicación. Pagados por los ayuntamientos, celebran la colocación de una farola como si fuera la llegada del progreso a Atenas. Sonríen los concejales, se inaugura el parque número veinte del mandato, y el lector, ingenuo, cree estar leyendo “información local”. En realidad, está hojeando un álbum de campaña financiado con sus propios impuestos.

Este periodismo institucional —sea estatal, autonómico o municipal— no busca la verdad, sino la legitimidad del poder. No investiga, interpreta. No denuncia, acompaña. Es la versión moderna del bardo cortesano: canta las hazañas del príncipe, siempre en tono mayor. Y si los hechos desafinan, se corrige la partitura.

¿Podemos fiarnos de estos medios? Solo si somos conscientes de su servidumbre. El problema no es la subvención —que puede tener sentido para sostener proyectos culturales o locales—, sino la dependencia ideológica que suele venir con ella. Cuando la supervivencia económica depende de no molestar al financiador, el periodista se transforma en equilibrista: mantiene el gesto profesional mientras oculta la cuerda que lo sujeta.

Para detectar este tipo de prensa basta un poco de lucidez cívica: Sigue el dinero: Quien paga la nómina condiciona el enfoque. Escucha los matices: Si todos los medios “institucionales” coinciden en su diagnóstico, sospecha. Mira los silencios: Lo que nunca se cuenta es tan importante como lo que se repite. Desconfía del optimismo uniforme: En política, los milagros mediáticos suelen tener factura.

El verdadero periodismo —ese que cuestiona, que duda, que incomoda— no necesita permiso. Vive de la independencia, no de la subvención. El institucional, en cambio, vive de la complacencia: informa para agradar, no para esclarecer. Y así, lo que debería ser un espejo del poder se convierte en su maquillaje.

Quizá el gran desafío de nuestra época no sea solo resistir la desinformación digital, sino también la sobreinformación institucional, esa lluvia constante de titulares favorables que adormece la crítica ciudadana. Porque cuando todos los medios públicos y subvencionados repiten el mismo relato, la democracia se convierte en un eco.

Y un país que solo se escucha a sí mismo deja de pensar.