El arte de saber olvidar
“Mi memoria es magnífica para olvidar”
Hay frases que suenan a evasiva y, sin embargo, contienen una filosofía. “Mi memoria es magnífica para olvidar” dijo al escritor escocés Robert Louis Stevenson, autor de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y La isla del tesoro. Stevenson, refleja en esta frase una de sus obsesiones vitales: la fragilidad de la memoria y la conveniencia del olvido
Ante un juez, un fiscal o un abogado, la memoria se vuelve un campo minado. Recordar demasiado puede incriminar; recordar poco, levantar sospechas. Entre ambos extremos, el declarante ensaya un equilibrio precario, casi coreográfico: el olvido selectivo. No es exactamente mentira, pero tampoco es la verdad completa. Es una zona intermedia donde el silencio se disfraza de confusión y la conveniencia de amnesia. Porque olvidar, cuando se hace con destreza, no es simple descuido: es un arte de supervivencia.
La reciente comparecencia de Pilar Sánchez Acera, exasesora de Moncloa, en el juicio que se sigue contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz en el Tribunal Supremo, encaja con precisión quirúrgica en este cuadro. “No puedo recordarlo”, ha repetido con la serenidad de quien ha alcanzado la iluminación burocrática. No recuerda reuniones, ni llamadas, ni nombre, ni medios de comunicación. Su memoria, al parecer, es magnífica… pero solo para olvidar.
La amnesia de los asesores del poder suele ser más contagiosa que la gripe. A veces da la impresión de que en ciertos entornos institucionales el recuerdo se considera una imprudencia profesional. Recordar compromete; olvidar, en cambio, purifica.
En realidad, el olvido político funciona como una especie de chaleco antibalas: invisible, flexible, pero eficaz. “No recuerdo” es la frase mágica que detiene la bala de la responsabilidad justo antes de que atraviese la conciencia. La amnesia política es un virus endémico que florece en los pasillos del poder. Los poderosos parecen haber perfeccionado una disciplina ancestral: olvidar por instinto de conservación. En cambio, los ciudadanos corrientes —esos que deben recordar hasta el último recibo de la luz— no gozan del mismo privilegio. Qué antítesis tan clara: los que más saben, olvidan; los que menos pueden, recuerdan.
Hay ironía, por supuesto, en esta danza de recuerdos y silencios. En una época donde cada palabra queda registrada en algún servidor remoto, el olvido se convierte en un lujo digital. Y, paradójicamente, mientras la tecnología todo lo archiva, la política todo lo borra.
Pero el problema comienza cuando el olvido se institucionaliza, cuando el “no recuerdo” se convierte en coartada colectiva, se institucionaliza y pasa de ser un acto humano a una estrategia de Estado. Entonces el arte degenera en farsa, y la amnesia se vuelve cómplice.
Al final, la frase de Stevenson podría servir de epitafio para toda una época: una memoria magnífica para olvidar. Olvidar los errores, los nombres, las promesas, los sobres. Porque quien olvida demasiado no se libera: simplemente se vacía. Y una sociedad sin memoria —por más “magnífica” que sea su capacidad de olvido— corre el riesgo de confundirse con su propia sombra.