Los “municipios feministas” y el feminismo real
En los últimos años, ayuntamientos de todos los colores han aprobado mociones solemnes declarándose “municipios feministas”. La fórmula suena contundente, casi épica: ¿quién podría oponerse a que su pueblo, su ciudad o su barrio se alineen con la igualdad? Pero tras el brillo de las palabras conviene preguntarse: ¿qué significa, en la práctica, un municipio feminista? ¿Se trata de un compromiso real o de un simple ejercicio de cosmética política?
En teoría, un municipio feminista debería ser aquel que diseña sus políticas públicas teniendo en cuenta la igualdad de género: presupuestos sensibles, programas contra la violencia machista, servicios de conciliación, representación equilibrada en cargos locales, espacios urbanos pensados para todas y todos. En la práctica, sin embargo, muchas veces el “título” se queda en la foto del pleno y en la pancarta del 8M. La antítesis es clara: declaraciones solemnes frente a realidades que apenas cambian.
Aquí entra la dimensión política. En España, el PSOE ha hecho de estas mociones un símbolo identitario, un modo de reafirmar su monopolio sobre la bandera violeta. Podemos, en su momento, intentó capitalizar el mismo discurso desde el municipalismo alternativo, defendiendo que los ayuntamientos podían ser laboratorios de igualdad radical. El resultado es que, más que una herramienta de transformación, el “municipio feminista” ha terminado siendo un terreno de apropiación partidista. Feminismo como sello de calidad electoral. Este feminismo habita en los salones donde se habla de igualdad con tono académico, pero se evita pronunciar la palabra “racismo”. Vive en los congresos bienintencionados donde se aplaude la diversidad mientras se ignoran las condiciones materiales de las mujeres migrantes que limpian las sedes del evento. Respeta —oh sí—, pero no incomoda. Escucha, pero no actúa. Es el feminismo de los gestos pulcros, incapaz de mancharse las manos con la realidad.
El feminismo nació para cuestionar estructuras, no para adornar declaraciones institucionales. Y lo que debería ser un compromiso transversal y verificable —¿hay menos violencia?, ¿más empleo digno para mujeres?, ¿mejor reparto de cuidados?— acaba convertido en un diploma simbólico, como esos premios honoríficos que se entregan para quedar bien en la foto. Aparece en ciertos gobiernos locales que se declaran “municipios feministas” y se sienten progresistas porque organizan un taller de empoderamiento, mientras privatizan los cuidados o recortan ayudas sociales. Es el feminismo administrativo: reglamentado, burocrático, políticamente correcto… e inofensivo.
Ese feminismo “educado” respeta tanto las diferencias que termina tolerando las injusticias. No porque las comparta, sino porque le incomoda el conflicto. Prefiere el diálogo estéril a la confrontación real, el consenso simbólico a la redistribución concreta. Y así, entre diplomacia y prudencia, se va vaciando de contenido político.
El feminismo en el ámbito municipal tiene un potencial enorme: es en lo local donde se gestiona el transporte que usan mayoritariamente las mujeres, las escuelas infantiles que permiten conciliar, los servicios sociales que sostienen la vida cotidiana. Pero si se reduce a un eslogan de pleno, a un cartel, el riesgo es evidente: que “municipio feminista” acabe significando poco más que una pegatina institucional, hueca de contenido.
En definitiva, si hablamos de feminismo aplicado a los municipio, debería medirse menos por declaraciones grandilocuentes, pancartas, lazos, carteles y más por transformaciones tangibles en la vida de la gente. De lo contrario, corremos el riesgo de que esa etiqueta, en lugar de ser un motor de cambio, se convierta en la última moda de la política simbólica.