Subvenciones y servidumbres: cuando los partidos se convierten en agencias de colocación
Las subvenciones públicas a los partidos políticos nacieron con un propósito que se podría considerar “noble”: garantizar la independencia de la política frente al dinero privado. Sin embargo, como tantas buenas intenciones que pasan por la maquinaria del poder, acabaron generando su propia paradoja. Lo que debía ser un antídoto contra la corrupción se ha convertido, a menudo, en un fertilizante del clientelismo.
Hoy, más que instrumentos de representación, muchos partidos parecen agencias de colocación donde la lealtad pesa más que el mérito, y la obediencia sustituye al pensamiento crítico. Es un ecosistema donde los fondos públicos lubrican una red de cargos, asesores y subvenciones que aseguran una estabilidad... pero no precisamente la del ciudadano sino la de los partidos políticos.
El jueves día 9 de octubre el Parlamento de Cataluña rechazó una propuesta para eliminar las subvenciones públicas a los partidos políticos, que suman unos 19 millones de euros anuales. 122 votos en contra 13 a favor.( Si hablamos del Congreso de los Diputados , allí se reparten 53 millones de euros. para el mismo fin https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2025-7942). La noticia, encierra una ironía tan antigua como la política misma: quienes votan sobre el dinero público, rara vez se aplican a sí mismos la austeridad que recomiendan al resto.
La sociedad percibe que los mismos que predican sacrificios blindan sus propios privilegios. Mientras se recortan becas, sanidad o ayudas culturales, los partidos se declaran indispensables, como si fueran sacerdotes de un templo que solo ellos pueden sostener. La fe ciudadana se desmorona. La distancia entre representantes y representados se parece cada vez más a un abismo: un Parlamento que se protege de la intemperie social con una gruesa capa de subvenciones, mientras fuera arrecia el malestar. La escena tiene un sabor casi teatral. Los diputados, con gesto solemne, levantando la mano para decir “no” a la austeridad, no del pueblo, sino de sí mismos. La política catalana, tan propensa al dramatismo, nos regala otra escena de realismo irónico: el aplauso unánime al sacrificio... siempre que sea ajeno.
Los partidos se han transformado, con el tiempo, en agencias de colocación perfectamente legales, pero moralmente incómodas. Su legitimidad jurídica es indiscutible; su legitimidad ética, cada vez más frágil. Porque cuando una estructura política vive del presupuesto público, su prioridad deja de ser el ciudadano y pasa a ser la supervivencia de su propio aparato.
La democracia se financia para ser libre, pero esa misma financiación la encadena a la inercia. Las subvenciones, que nacieron para evitar la corrupción, acaban generando clientelas. No hablamos ya de sobres en negro, sino de fidelidades en gris: nombramientos cruzados, asesores de confianza, cargos que se heredan como si fueran feudos medievales. Mientras se celebra la pluralidad de ideas, se castiga la disidencia interna; mientras se invoca el “servicio público”, se reparten cargos como si fueran favores; mientras se habla de vocación, se administra una nómina. El ideal político, aquel impulso de transformar el mundo, queda reducido a un expediente y un sueldo.
¿Y la ética? Ah, ese espejo incómodo. La ética nos devuelve una imagen poco heroica: los partidos compitiendo no por ideales, sino por presupuesto. Es la versión institucional del “quítate tú para ponerme yo”, solo que con factura oficial y firma del interventor. La política, que debería ser el arte de lo posible, se convierte así en el arte de mantenerse.
¿Y la libertad? Ah, esa palabra gastada. La libertad en los partidos subvencionados se parece al aire acondicionado en un despacho oficial: existe, pero depende de quién tenga el mando. Sin riesgo económico, sin verdadera competencia y con financiación garantizada, la política corre el peligro de convertirse en un ritual sin alma, donde las ideas no se debaten, se gestionan.
Quizás ha llegado el momento de preguntarse si subvencionar la política es fortalecerla o debilitarla. Porque la independencia —como la dignidad— no se compra ni se asigna en un presupuesto. Se conquista. Y, cuando los partidos se transforman en oficinas de empleo, la democracia corre el riesgo de convertirse en lo que nunca debió ser: una empresa sin espíritu, sostenida por el contribuyente y vacía de ciudadanos.