De Santo Tomás de Aquino a Kant, pasando por Ortega y Gasset o de....

... Cómo destruimos nuestra cultura ancestral

la cultura oscurece

El mundo tal como lo conocíamos ha llegado a su fin. No ha sido necesario un cataclismo, un ataque alienígena ni un apocalipsis de cine. El verdadero final ha venido por dentro, con suavidad, disfrazado de virtud: en nombre del “progreso”. Bajo esa etiqueta se ha derribado el edificio cultural que sostuvo a nuestras sociedades durante siglos.

El problema no es el avance tecnológico ni la modernización material. El problema es la idea adulterada de progreso: aquella que exige renunciar a la tradición, negar las raíces y considerar sospechoso todo lo que heredamos. Hoy, hablar de la propia cultura, del vínculo con la tierra, de las costumbres que han dado forma a generaciones, se trata casi como un acto ofensivo. Pareciera que la identidad histórica fuese incompatible con la vida moderna, cuando en realidad ha sido su fundamento.

Las virtudes que hicieron posible Cataluña y España están siendo relegadas. La cultura del esfuerzo, la recompensa por competencia, la humildad, la compasión con responsabilidad: todas ellas formaban el tejido moral que permitió avanzar. No surgieron de ideologías experimentales, sino de siglos de maduración, trabajo y disciplina. Y sin embargo, ahora se las relega en favor de una emocionalidad superficial incapaz de sostener una sociedad estable.

En este punto es inevitable recordar a Santo Tomás de Aquino, para quien la ley moral natural constituye el verdadero marco del bien común. Cuando una comunidad rompe voluntariamente con ese orden moral, entra en decadencia. Su advertencia es clara: destruir los principios que hicieron viable una civilización es destruir la posibilidad misma de su continuidad.

Si privamos a Cataluña o a España de sus signos de identidad —idioma, costumbres, religiosidad histórica, ética del trabajo, sentido del deber— lo que queda es solo apariencia. Una cáscara que conserva el nombre, pero no el contenido. Un territorio que ya no sabe quién es ni hacia dónde va. Ningún país puede perdurar si renuncia a la sustancia que lo formó.

A esto se añade la advertencia de José Ortega y Gasset, cuya profundidad sigue vigente. Ortega alertó acerca del “hombre-masa”: aquel individuo que desprecia la excelencia, la tradición y la autoridad cultural porque no comprende su valor. Hoy, la lógica de ese hombre-masa domina el debate público. Su mensaje es simple y destructivo: lo nuevo es bueno por ser nuevo; lo viejo es malo por ser heredado. Bajo ese esquema, la identidad se convierte en un obstáculo y la memoria colectiva en una amenaza.

Frente a esa deriva, Kant ofrece un principio de una claridad impecable: la obligación moral de actuar conforme a normas que puedan sostener la continuidad de la comunidad humana. Eso supone respetar aquello que permite a una sociedad permanecer estable y digna. No se trata de nostalgia, sino de responsabilidad moral. Kant no habla desde la emoción, sino desde la razón práctica: destruir lo que sostiene el orden social es irracional.

La ruptura con el pasado no genera un futuro luminoso, sino una comunidad desorientada, sin referencias y fácilmente manipulable. La identidad no se improvisa; se recibe y se transmite. Así como somos descendientes de nuestros antepasados, también somos responsables de que nuestros hijos hereden algo sólido. Si se rompe esa cadena, no surge una sociedad mejor: surge una sociedad perdida.

En esta situación, defender la identidad cultural propia no es extremismo ni cerrazón: es un acto de justicia hacia quienes nos precedieron y de obligación hacia quienes vendrán. Significa custodiar lo que funciona, proteger lo que sostiene y rechazar las modas ideológicas que solo aportan ruido y división.

Por eso, afirmar que la tradición importa no es ser reaccionario; es ser sensato. Lo verdaderamente radical es pretender que un país puede prosperar cuando desprecia su historia, sus costumbres y su carácter. Lo verdaderamente irracional es pensar que la identidad es peligrosa, pero los experimentos sociales improvisados son un avance.

La mayoría de la sociedad, aunque silenciosa, conserva el sentido común y el apego por lo que ha recibido. Y tarde o temprano, reaccionará ante cualquier intento de vaciar el contenido de una nación. Porque lo que está en juego no es un debate académico ni un gesto simbólico: es la continuidad real de lo que somos.