Estamos jodid@s (pero somos inclusiv@s)

Hace más de 1500 años, Roma ardía y los bárbaros bailaban reguetón sobre las ruinas del Foro. Hoy, la historia no se repite, se disfraza de meme. Los romanos tenían acueductos, nosotros, Wi-Fi. Ellos temían a los vándalos, nosotros tememos que un día no muy lejano, entre rezos matinales y urbanismo halal, despertemos finamente absorbidos por una cultura que no pide permiso, no recicla y no le importan un carajo los espacios seguros ni porqué deberíamos preguntarle a alguien sus pronombres antes de invadirlo.

Mientras los autónomos modernos —esos gladiadores del Excel y los tickets de gastos— sudamos facturas en la arena fiscal sin red ni látigo, una parte del pueblo está enzarzada en debates existenciales de alto voltaje: si decir “él” es patriarcal, “ella” es imperialismo rosa con complejo de princesa Disney, y “elle” es revolucionario. Porque, claro, en esta nueva religión de lo fluido, hasta el lenguaje necesita cambiarse tres veces al día como si fuera el body de un bebé con fugas ideológicas.

Ya no se trata de vivir, pagar el alquiler o levantar un país. No. Se trata de cómo te identificas hoy, esta tarde y después de merendar, si él, ella, elle o ardilla voladora con ansiedad social. Lo binario es violencia estructural; lo no binario, un título honorífico que te conceden al completar un tutorial de TikTok sobre “cómo sentirte oprimide en 5 pasos sin salir de casa”. Todo es opresor, menos tú misma, que te defines con una ensalada de pronombres mientras trabajas tu disforia existencial en una story con filtro de perro.

Y mientras tú calculas si puedes permitirte otra semana de arroz con pollo, hay quien exige que las vacas viajen en business class para no sufrir estrés durante el traslado al matadero. No vaya a ser que una ternera asturiana tenga un mal día.

En la Roma decadente, los emperadores construían circos para calmar al pueblo. Hoy les damos Netflix, ansiedad y pan sin gluten (pan y circo, pero con wifi y pseudoterapia). Todo lo demás —la vivienda imposible, los sueldos de pesadilla, los okupas que entran en casas como quien prueba sofás en Ikea fingiendo que vive allí desde 2007— eso ya si va bien lo arreglamos después del taller de meditación con cuencos tibetanos.

Y mientras tanto, el espectro de la denostada “cultura del esfuerzo” vaga por ahí como un fantasma con mala prensa. Porque ahora, sugerir que trabajar un poco no está tan mal es casi un acto de violencia estructural. No importa que tengas que elegir entre pagar el alquiler o comer con proteína: lo importante es no “romantizar el trabajo”, esa herejía que mantuvo civilizaciones enteras en pie durante siglos. Hemos cambiado el sudor de la frente por el sudor frío que provoca enfrentarse a una jornada de más de cuatro horas —flojos, que sois unos flojos—.

Los bárbaros de antaño venían con espadas y caballos. Los de ahora llegan en pateras o en aviones low cost, y encuentran una civilización tan entretenida debatiendo sus traumas de infancia que ni nos damos cuenta de que nos están desmantelando por dentro.

El ciudadano romano, allá por el siglo V d.C., miraba por la ventana viendo cómo su imperio se convertía en un Airbnb para los pueblos bárbaros. Tú, querido lector, miras tu timeline y dices: “Ya no se puede decir leche materna. Ahora es “fluido nutritivo asignado al pecho”. Nivel de idiotez: experto.

Y ahí estamos. En pleno apogeo del colapso por agotamiento cultural, económico y neurológico. Con la testosterona en retroceso, la productividad en coma inducido, y el orgullo nacional sustituido por un miedo irracional a ofender a una planta por no regarla con agua dulce de un manantial nepalí.

Mientras tanto, el emperador moderno —podemos llamarle político, influencer o CEO vegano— toca su lira digital mientras todo se desmonta entre hashtags, revueltas digitales desde el sofá y festivales de sensibilización.

No es que estemos al borde del abismo. Es que vamos a montar una cafetería temática en él, eso sí, con leche de avena.

Roma cayó.
Nosotros caeremos.
Nos extinguimos por idiotas.