Una capa para Max

Foto generada por IA

El otro día, ordenando un cajón, apareció esta historia que escribí hace años, cuando uno de mis hijos conoció a un niño como Red. Al releerla sentí algo que me tiró suavemente de la mano, como si aún quedara vida ahí dentro. Así que decidí acabarla. A veces las historias esperan en silencio hasta que estamos listos para escucharlas.

Después de cuatro años de miedos pequeños pero pesados como piedras mojadas, Max llegó al colegio con una sensación nueva en el estómago. No era valentía del todo, pero se le parecía. Por primera vez, no necesitó agarrarse a la mano de mamá como si fuera un ancla.

Aquella noche, el Ratoncito Pérez había hecho algo distinto. Debajo de la almohada, junto a la moneda, había dejado un dibujo: un niño con una capa que parecía moverse aunque no hubiera aire. Tenía esa sonrisa rara que tienen los héroes que no presumen. Max lo observó tanto rato que casi se aprendió cada rasgo. Y cuando lo guardó, sintió una corriente pequeñita, como una idea revoloteando.

Estaba seguro de que aquel dibujo tenía un propósito: acompañarlo al colegio, donde las cosas a veces se volvían difíciles. Sobre todo, por Red.

Red no era malo, aunque a veces lo pareciera. Era un niño lleno de ruidos por dentro. Se enfadaba rápido, se movía como si tuviera un motor secreto y hablaba como si las palabras se le escaparan antes de pensarlas, como si no le cupieran en la boca. Un día tiraba una mochila. Otro día daba un portazo. Otro día lloraba con los puños cerrados, como si el mundo le apretara demasiado fuerte.

La clase entera caminaba alrededor de él como quien pasa al lado de un perro asustado: despacio, sin ruido, sin mirar demasiado.

A Max, esos momentos le apretaban el pecho. Minah, su mejor amiga, lo sabía porque, aunque él intentaba esconderlo, no le salía.

Pero aquel día, Max metió el dibujo del niño con capa en su mochila y se lo llevó al colegio. Y aunque no quería admitirlo, le daba seguridad. Como un recordatorio de que él también tenía un lugar en el mundo.

Nada más entrar, Minah lo vio. —Tienes cara de que sabes algo —le dijo.
Max se encogió de hombros, intentando no sonreír. —Quizá —respondió.

Entonces entró Red, empujando la puerta con más fuerza de la necesaria. Se notaba que había tenido una mala mañana. El ceño, las manos tensas, ese silencio afilado. Algunos niños bajaron la mirada. Otros se pegaron al respaldo de la silla como si eso los hiciera invisibles.

Red empujó una silla. No demasiado fuerte, pero lo suficiente para que el aire cambiara de temperatura. Y Max… se levantó.

Ni él mismo entendió por qué. Le temblaban las piernas y, aun así, allí estaba, de pie. Notó algo cálido en la mochila. No supo si era su imaginación, pero le dio igual. —Red —dijo, y su voz fue un hilo que no se rompió—. Si quieres, hoy puedes sentarte conmigo.

Las palabras flotaban, como si la clase entera se hubiera metido dentro de una pompa de jabón. Minah lo miró con los ojos grandes. La profe pareció olvidarse de respirar. Y Red… parpadeó, confundido. —No quiero sentarme contigo —murmuró—. Solo quiero que no tengáis miedo.

Max se quedó quieto. Esa frase era como encontrar una grieta en un muro enorme. Una grieta que dejaba pasar luz. Entonces abrió la mochila, sacó el dibujo y se lo ofreció. —Creo que esto también es para ti —dijo.

Red lo cogió con cuidado, como si fuera algo que podía romperse. Miró el dibujo largo rato. Miró a Max. Y, sin decir nada más, se sentó en su sitio. No junto a él, pero cerca. Lo suficiente para que pareciera un comienzo.

Aquel día no hubo gritos. Ni empujones. No voló nada. Incluso en el recreo, Red estuvo más tranquilo, como si el dibujo le hubiera puesto un freno suave, de esos que no hacen ruido.

No todo cambió de golpe. Nadie espera que un volcán se convierta en árbol en una tarde. Red siguió teniendo días difíciles, y Max también seguía sintiendo nudos de vez en cuando. Pero algo en el ambiente se había movido: una posibilidad nueva, un gesto que abría una ventana donde antes solo había pared.

Minah lo notó enseguida. —Creo que tienes capa —le dijo a Max en el pasillo.
Max se tocó los hombros, riendo. —No se ve —contestó. —Las buenas no se ven —respondió ella, convencida.

Esa noche, Max guardó el dibujo en su mesita. No sabía si el Ratoncito Pérez escuchaba oraciones, pero aun así murmuró un “gracias” antes de dormir.

Y en la casa de Red, bajo su almohada, apareció algo inesperado:
una pequeña tira de tela roja, suave como el principio de una historia. Nadie supo de dónde había salido.

Pero las capas, igual que la valentía, aparecen justo cuando alguien está preparado para sentirlas.