El papel indispensable de la prensa libre tras 47 años de Constitución y 50 años después de Franco

Cincuenta años después del final de la dictadura y cuarenta y siete desde que la Constitución abrió las puertas de la democracia, España vive un momento que invita —o incluso obliga— a revisar cuál es el verdadero papel de la prensa libre. No como un adorno institucional ni como un complemento simpático de la vida democrática, sino como uno de sus cimientos más frágiles… y más esenciales.

Durante el franquismo, la prensa era un aparato del Estado. Un órgano de propaganda. La información no se transmitía: se administraba. No se publicaba: se autorizaba. Las verdades incómodas no se ocultaban; simplemente se prohibían. La censura era el mecanismo y el miedo, el combustible. Por eso, cuando en 1978 se consagró la libertad de información y expresión, España no solo aprobó una Constitución: inauguró por fin un espacio donde la ciudadanía podía mirar a los poderes del Estado sin pedir permiso.

La democracia española se asentó sobre tres pilares: la separación de poderes, las libertades civiles y una prensa capaz de fiscalizar al poder. Y sin embargo, hoy ese tercer pilar es, quizá, el que atraviesa el riesgo más evidente.

Un ecosistema más libre, pero también más vulnerable

La prensa ha ganado independencia formal, pluralidad ideológica y herramientas tecnológicas inimaginables en 1978. Pero también se enfrenta a amenazas nuevas:
– La polarización extrema, que empuja a muchos medios a ser altavoces de bloques políticos.
– La precariedad económica, que condiciona la autonomía editorial.
– La desinformación viral, que compite con el periodismo en velocidad, aunque no en rigor.
– Y, sobre todo, la tentación permanente del poder político de convertir la crítica en enemigo y la discrepancia en deslealtad.

La Constitución protege a los periodistas, pero no puede protegerlos de la presión económica ni del desgaste social. Y medio siglo después del franquismo, sorprende que haya quien olvide que la función del periodismo no es gustar, sino incomodar.

El poder sin escrutinio vuelve al autoritarismo por inercia

Si algo enseña la historia es que ninguna democracia se rompe de golpe. Se erosiona lentamente. Primero se discute la legitimidad de las preguntas incómodas. Luego se desacredita a quien las formula. Más tarde se intenta influir en las líneas editoriales mediante subvenciones, convenios o presiones. Y, cuando se quiere reaccionar, la transparencia ya no es un derecho: se ha convertido en una concesión.

Por eso, 47 años después de la Constitución, es imprescindible recordar lo elemental:
la prensa no debe ser un actor del poder, sino un contrapeso frente a él. Ni los ciudadanos ni las instituciones pueden permitirse renunciar a eso.

La misión del periodismo hoy

La prensa libre de 2025 ya no trabaja solo para informar: debe navegar entre campañas de manipulación, algoritmos que premian lo emocional sobre lo cierto y un clima político que empuja al ciudadano a escoger trincheras antes que hechos.

Pero su misión, pese a todo, no ha cambiado:
Fiscalizar al poder sin complejos
Ofrecer datos por encima de consignas
Contextualizar para que la sociedad pueda decidir
Recordar que la verdad es incómoda, pero necesaria

Porque si algo demostró la dictadura es que cuando la prensa calla, el ciudadano queda a oscuras. Y cuando el ciudadano queda a oscuras, el poder deja de tener límites.

47 años después, el reto es no retroceder

España no está donde estaba en 1975, pero tampoco puede permitirse dar por garantizadas las libertades que costaron décadas conquistar. La prensa libre sigue siendo incómoda, imperfecta y a veces contradictoria, pero es —todavía hoy— el mejor mecanismo para mantener viva la democracia.

A medio siglo del final de Franco y camino de las cinco décadas de Constitución, la pregunta no es si necesitamos periodismo libre. La pregunta es si estamos dispuestos a defenderlo cuando más molesta. Porque sin él, la democracia deja de ser un sistema para convertirse en un decorado. Y la historia ya ha enseñado a España lo caro que resulta volver a encender la luz cuando se apaga.