La respuesta es tan compleja como vergonzosa. Nuestro sistema legal, diseñado por los mismos partidos que debería controlar, hace virtualmente imposible la disolución de un partido. La Justicia condena a individuos -peones sacrificables-, pero las siglas, esas máquinas de poder y financiación, sobreviven intactas. Es un sistema de vasos comunicantes donde la corrupción mana mientras la estructura permanece.
Pero el verdadero escándalo no está en los tribunales, sino en las urnas. Millones de españoles siguen votando a estas formaciones, cegados por la polarización y el clientelismo. Priorizan un proyecto ideológico -o el miedo al rival- sobre la decencia democrática. La corrupción se ha convertido en un daño colateral aceptable, un mal menor en nuestra guerra política permanente.
Aquí yace una tragedia adicional: la incapacidad crónica del centro político para unirse. Mientras el PSOE aplicaba su "divide y vencerás", proyectos como Ciudadanos, UPyD y otros se empeñaron en anteponer siglas a proyectos. Fragmentaron el voto útil, diluyeron el mensaje y, finalmente, desaparecieron. Fue un suicidio colectivo que solo benefició a los grandes partidos corruptos.
Por eso el guante que lanza Cree es tan crucial. No es solo otra formación, sino una llamada a la cordura: o el centro entiende que la unidad es imprescindible, o seguiremos siendo cómplices del bipartidismo corrupto. Se trata de construir puentes, no de defender siglas. De entender que frente a la corrupción sistémica, la división es lujo que no podemos permitirnos.
El momento exige más que un simple voto de castigo. Exige una rebelión cívica contra todo un sistema podrido. La próxima vez que votes, recuerda: estás decidiendo si premias la corrupción o si, por fin, exiges que la decencia sea el único requisito para gobernar.
La democracia no puede seguir siendo rehén de sus verdugos.