La falta de ética en un gobierno no es solo un desliz. Es una herida estructural. Una grieta que, si se tolera demasiado tiempo, convierte la administración pública en una maquinaria eficiente… para fines inconfesables. Porque cuando la ética desaparece del gobierno, el Estado se transforma: de garante del bien común a gestor del interés propio; de árbitro justo a jugador tramposo; de faro cívico a laboratorio de cinismo.
La carencia de ética se manifiesta con una naturalidad escalofriante. Ministros que mienten en sede parlamentaria sin dimitir. Contratos públicos concedidos a dedo, con la excusa de la “agilidad”. Puertas giratorias que más que girar, se abren de par en par para premiar lealtades empresariales, amigos, familiares. Escándalos fiscales que terminan en indultos, y casos de corrupción que terminan en olvido.
Todo esto aderezado por una narrativa que roza lo teatral: “No sabíamos”, “No es ilegal”, “Se ha sacado de contexto”. La mentira, en este ecosistema, no se castiga: se reencuadra, se le cambia de nombre. Y lo peor es que el ciudadano, bombardeado por la sucesión infinita de escándalos, acaba anestesiado. No se indigna, se resigna.
Cuanto más grave es la falta ética, más sofisticado el mecanismo para justificarla. En lugar de asumir errores, se diseñan campañas. En lugar de rendir cuentas, se reparten culpas. Y así, los gobernantes dejan de ser un instrumento de justicia para convertirse en un escaparate de impunidad.
Sin ética se pierde la legitimidad moral del poder. Un gobierno sin ética puede dictar normas, sí, pero no puede pedir sacrificios sin hipocresía. No puede exigirle al ciudadano lo que no se exige a sí mismo. No puede hablar de igualdad desde un coche oficial con chófer y blindaje moral selectivo.
La falta de ética en el gobierno convierte el discurso democrático en puro decorado. Y detrás del decorado, lo que queda es una política hueca, sin contenido, sin alma. Como una estatua sin corazón, como una Constitución sin convicciones.
La ética en el poder no aparece por decreto. Se encarna, se practica , se cultiva en lo cotidiano: en una renuncia oportuna, en una decisión impopular pero justa, en un silencio honesto ante la pregunta incómoda.
La ética exige ciudadanos que la exijan que no voten porqué ya estamos bien como estamos, los que vengan no será mejores, . Porque mientras la corrupción se tolere, el cinismo se justifique y la mentira se aplauda si viene del “nuestro”, ningún cambio será real. Solo maquillaje sobre la herida.
Quizá no se trate de buscar gobiernos perfectos. Basta con gobiernos decentes. Donde la ética no sea un lujo de campaña, sino una obligación de despacho.