Soy sobrino nieto de Agustín de Foxá. Un dato que durante años me pareció eso, un dato. No me acerqué demasiado a su figura, ni como escritor, ni como diplomático, ni como personaje de una época tan convulsa como apasionante. Sabía de su novela Madrid de corte a checa, que intenté leer —y que sigo intentando—, y poco más (algún día lo conseguiré). Pero con el tiempo, esa distancia inicial se fue llenando de curiosidad. Y, con ella, de cierta admiración.
No me identifico con su ideología. Es más, me sitúo en las antípodas de muchas de las posiciones que defendió. Pero quizás, precisamente por eso, me llama más la atención que, aun desde esa lejanía, intuya que me hubiera entendido con él. Porque más allá de las ideas políticas, hay formas de estar en el mundo que son reconocibles. Y Agustín, más allá de su título nobiliario o su biografía diplomática, tenía algo esencial: era un hombre con principios. Equivocados o acertados, los defendía con convicción, y eso, en tiempos donde la tibieza y la contradicción se disfrazan de discurso, me despierta respeto.
Dicen que era social, divertido, brillante en las tertulias. Que tenía una ironía que servía para desarmar a sus adversarios sin necesidad de humillarlos. Que disfrutaba del arte, de la conversación y de la vida. Y todo eso, aunque no te conecte con sus ideas, te conecta con su humanidad. Y quizás por eso siento que, de haber coincidido, hubiéramos tenido largas charlas. Probablemente hubiéramos discutido mucho. Pero nos habríamos escuchado.
Admiro de Agustín de Foxá su coherencia, su capacidad literaria, su compromiso con su tiempo —aunque yo lea ese tiempo con otros ojos—. Y creo que, a veces, no hay mayor homenaje que mirar con respeto a quien caminó antes que tú, aunque eligiera otras rutas.
Hoy lo miro no como figura histórica, ni como personaje político, sino como familiar y escritor. Y desde ahí, me descubro conmovido. Porque uno también se encuentra a sí mismo en las sombras y luces de sus ancestros.
