Opinión

La era del sinvergüenza

En vez de exigir ética, aplaudimos el descaro. La política se ha convertido en espectáculo, y el líder sin escrúpulos en protagonista.
Adrián Alvarez y Feijóo
photo_camera Adrián Alvarez y Feijóo

Durante décadas, la política ha sido el terreno del debate, la argumentación y, en teoría, del servicio público. Sin embargo, en los últimos años hemos asistido a una transformación inquietante: lo que antes era motivo de vergüenza política, hoy se exhibe como virtud. Mentir, insultar o gobernar sin preparación ya no es causa de escándalo, sino estrategia de posicionamiento.

El político sinvergüenza ha dejado de ser un perfil marginal. Hoy prospera, se viraliza, gana elecciones. Y no lo hace en solitario. Lo acompaña una ciudadanía cada vez más anestesiada, más tribal, más dispuesta a perdonarlo todo si quien lo comete lleva la camiseta del “nosotros”.

Este nuevo modelo de liderazgo se construye sobre tres pilares:

  • La mentira sin consecuencias: los datos se manipulan, las promesas se incumplen, y las rectificaciones brillan por su ausencia. Todo queda diluido en el ciclo vertiginoso de titulares.
  • La agresión como recurso retórico: insultar al adversario ya no es señal de baja política. Es, para algunos, muestra de “carácter”.
  • La ignorancia performativa: no saber se ha vuelto un signo de autenticidad. El desprecio por el conocimiento se presenta como rebelión frente a las “élites”.

Lo más preocupante no es que existan sinvergüenzas en la política. Es que muchos ciudadanos los celebran. La polarización extrema convierte cualquier gesto —por ruin que sea— en heroico si proviene del “bando correcto”. La desinformación, por su parte, sabotea cualquier intento de rendición de cuentas. Y las redes sociales premian el ruido por encima de la razón.

Cuando se aplaude la desvergüenza, el problema deja de ser exclusivo del político. Se convierte en síntoma social. En evidencia de un ecosistema cultural que ha desdibujado sus referentes éticos.

Pero sí hay una salida, pero no será fácil. Requiere una ciudadanía exigente, capaz de castigar con el voto, o con el silencio, a quienes trafican con el cinismo. Requiere que los medios prioricen el contexto sobre la polémica. Y exige que dejemos de confundir el descaro con la valentía.

Porque presumir de ser un sinvergüenza, en política, no es sólo una moda del discurso. Es una amenaza para la democracia.