Ahora, cambia el escenario. Piensa en tu ciudad. ¿Cuántas veces has visto calles abandonadas, servicios deficientes, presupuestos opacos, y sin embargo… nada? Ni una queja formal, ni una protesta, ni una exigencia clara. ¿Por qué esa diferencia?
- En la comunidad, todo está cerca. Lo que ocurre nos afecta directamente, lo vemos, lo sufrimos.
- En la ciudad, lo que falla parece lejano, difuso, como si no fuera responsabilidad de nadie en concreto.
- Cuando el dinero sale de nuestra cuenta para pagar la comunidad, cada gasto se vigila como si fuera oro.
- Pero cuando se trata de impuestos, aunque también los pagamos, el control se diluye. ¿Quién audita realmente el uso de esos fondos?
- Lo que es “nuestro” lo defendemos con uñas y dientes. La comunidad es casi una extensión de nuestro hogar.
- Lo público, en cambio, se percibe como ajeno. Y lo ajeno, tristemente, se descuida.
¿Te imaginas que el alcalde desviara fondos públicos para beneficio personal? ¿Qué se descubriera una trama de corrupción en tu ayuntamiento? ¿Reaccionarías con la misma contundencia que ante el administrador de tu finca?
La diferencia está en la cultura de la exigencia. En la comunidad de propietarios, no se tolera ni una mancha en el portal. En la ciudad, toleramos años de abandono, promesas incumplidas y gestiones opacas. ¿Por qué?