Opinión

El dinero de nadie y el dinero de todos

Margaret Thatcher, con su ironía británica de acero inoxidable, lanzó uno de los dardos más memorables de la política del siglo XX: “El socialismo fracasa cuando se le acaba el dinero de los demás”. Dicho de otra manera “Yo seré socialista hasta que se acabe tu dinero”, Después, si fuese necesario, cambio de pensamiento, de ideología, de tendencia política, de creencias, … cambio lo que haga falta.

Décadas después, la que fue vicepresidenta española Carmen Calvo soltó, quizá sin calcular el eco de sus palabras, un comentario que parece la réplica perfecta: “El dinero público no es de nadie”. Dos frases de ideologías opuestas, pero que, como esas paradojas históricas que tanto seducen, acaban reflejando el mismo dilema: ¿de quién es realmente el dinero público?

Thatcher quería subrayar la dependencia del socialismo respecto al gasto estatal, acusándolo de sostenerse más en la redistribución que en la producción. Su sentencia era un aviso moral: cuidado, porque vivir del dinero ajeno no puede durar para siempre. Calvo, en cambio, pretendía justificar el carácter colectivo de lo público, pero terminó ofreciendo una imagen inquietante: si el dinero público “no es de nadie”, ¿quién vela por él? La primera frase suena a sermón sobre la austeridad; la segunda, a confesión involuntaria sobre la des- responsabilización. Antítesis en estado puro.

Sin embargo, la historia se divierte con estas contradicciones. La Unión Soviética se hundió no solo por “gastar lo ajeno”, sino porque su sistema desactivaba la innovación y ahogaba la economía real. Cuba sobrevivió mientras Moscú le transfirió subsidios; cuando se acabó el dinero soviético, llegó la escasez del Período Especial.

En España, el eco de Calvo no suena extraño: aeropuertos sin aviones, autopistas rescatadas, empresas zombis financiadas con presupuestos colectivos y comisionistas, muchos comisionistas. Lo que ella llamó “dinero de nadie” es, en realidad, dinero de todos. Lo que pasa es que, al perder apellido, el euro público se vuelve más fácil de dilapidar que el euro privado. Para el ciudadano que paga impuestos, cada factura es una herida concreta; para el político, los números se vuelven abstracciones. Lo que para uno es sudor, para otro puede parecer humo.

A lo largo de los siglos, lo gobiernos han administrado esa ambigüedad con igual entusiasmo. Los monarcas absolutos del Antiguo Régimen drenaban tributos para guerras interminables. Las socialdemocracias nórdicas demostraron que gastar lo ajeno puede funcionar, siempre que haya disciplina y una sociedad que entienda lo público como un patrimonio común. Y los regímenes populistas de América Latina enseñaron lo contrario: cuando el gasto se convierte en promesa infinita sin respaldo económico, la fiesta termina en inflación y crisis.

La conclusión es incómoda: todos los gobiernos, viven del dinero de los demás. La cuestión no es si lo hacen, sino cómo lo hacen. Thatcher y Calvo, cada una desde su trinchera, señalaron con frases memorables la misma verdad esquiva: que el dinero público siempre corre el riesgo de ser tratado como ilimitado, aunque en realidad sea tan finito como la paciencia de quienes lo aportan.

Y en la España actual, la paradoja se repite con nitidez dolorosa. El país sostiene un récord histórico de 22 ministerios, muchos de ellos con funciones solapadas, creados más para contentar equilibrios de partidos que para responder a necesidades urgentes. Solo en altos cargos y asesores, el coste supera los 90 millones de euros al año. El Ministerio de Consumo, con un presupuesto cercano a los 70 millones, dedica buena parte a campañas de concienciación, contra las chucherías y el azúcar, mientras las listas de espera quirúrgicas en la sanidad pública superan ya los 800.000 pacientes. El Ministerio de Igualdad, con más de 500 millones de euros, destina gran parte a estructuras internas y programas discutibles, mientras la dependencia sigue infrafinanciada: más de 200.000 personas con derecho reconocido a ayuda mueren cada año sin recibirla. A ésto se suman las duplicidades autonómicas y una legión de asesores políticos que crece como hongos en temporada de humedad.

La ironía es brutal: mientras se predica la defensa de lo común, los recursos que de verdad son de todos se desvían hacia la maquinaria política. Se recortan médicos, se aplazan inversiones en dependencia, se mantienen listas de espera quirúrgicas de meses… pero el Estado engorda su aparato administrativo sin pudor. El dinero público sí tiene dueño: debería estar al servicio de la sociedad entera. Sin embargo, demasiadas veces acaba sirviendo a la supervivencia de quienes gobiernan.

Y cuando la música se detiene, queda la evidencia amarga: no era cierto que “el dinero público no es de nadie”. Era nuestro, y seguimos pagándolo. Pero cada euro gastado en engranajes políticos y no en servicios sociales es un recordatorio cruel de que, en este banquete, no todos comen de la misma mesa.