Los gobiernos existen para tomar decisiones difíciles, asumir responsabilidades y proyectar futuro. Sin embargo, a menudo el nuestro prefiere quedarse en la isla de Nunca Jamás, entretenido en debates circulares, gestos simbólicos y promesas que brillan tanto como el polvo de Campanilla… pero que se desvanecen al soplar el viento. Así, mientras Europa afronta desafíos demográficos, energéticos y geopolíticos, España se entretiene en un eterno juego de indios y piratas: pactos imposibles por la mañana, vetos teatrales por la tarde y discursos grandilocuentes al caer la noche.
Este gobierno combina etiquetas… ECO , populista, feminista, progresista como si de un menú degustación ideológico se tratara : un poco de ecologismo para el aperitivo, populismo como plato fuerte, feminismo de postre y progresismo en la copa de vino. Todo servido por un camarero vestido de Peter Pan, que promete que nunca tendremos que pagar la cuenta porque, claro, la magia del relato lo cubre todo.
El problema aparece cuando el comensal, que no es otro que la ciudadanía, descubre que la cocina está medio vacía y la despensa llena de facturas sin pagar y el chef implacable -la cruda realidad —no se deja engañar por eslóganes. Si falta agua en los embalses, no basta con invocar la “transición verde”; si las pensiones tiemblan, no alcanza con un discurso inclusivo; si el empleo juvenil se desangra, el progresismo como relato se vuelve humo de incienso en una oficina del paro.
Hay algo de tragedia griega disfrazada de farsa: el pueblo exige certezas y lo que recibe son cuentos de hadas. Se proclama la llegada de un futuro brillante mientras se ignoran los problemas urgentes —sanidad exhausta, pensiones tensionadas, jóvenes exiliados en busca de salario digno—. Ante esta situación… ¿Dónde está la responsabilidad de este gobierno” Peter Pan”?
A menudo, escondida tras discursos cargados de épica y promesas infinitas. Cuando llegan los problemas concretos —inflación, déficit, crisis energética, desigualdades—, la respuesta no es un plan estructurado, sino un relato emotivo. Se anuncia un mañana brillante mientras se aplaza lo urgente de hoy. La responsabilidad se disfraza de retórica, como si cambiar las palabras cambiara también la realidad.
La responsabilidad, en definitiva, está donde no debería: delegada en otros. En Bruselas, que exige ajustes; en las comunidades autónomas, que gestionan lo que se promete desde Madrid; en el mercado, que recuerda con crudeza lo que las cuentas públicas niegan. Como un niño que deja los deberes para que los haga la vecina.
Y quizá ahí resida la paradoja más amarga: el gobierno “Peter Pan” no ha perdido la responsabilidad… simplemente la ha externalizado. Prefiere volar con Campanilla antes que mancharse las manos en el barro de la gestión.
Y, sin embargo, el infantilismo político no surge de la nada. Tiene su raíz en la sociedad misma: ciudadanos que demandan milagros inmediatos, pero desconfían de cualquier sacrificio; votantes que quieren reformas sin renunciar a privilegios; un electorado que reclama adultos en el poder, pero aplaude a quienes se comportan como estrellas de un reality. En el fondo, el gobierno “Peter Pan” no es un accidente: es la caricatura de nuestras propias contradicciones.
En esa tensión aparece la antítesis más brutal: la política como fábula contra la política como gestión. Por un lado, la épica del cambio, la utopía de un país reinventado; por otro, la rutina ingrata de equilibrar presupuestos, negociar con lobbies, cuadrar cifras en Bruselas. Una cosa inspira, la otra desgasta. Y claro, lo fácil es elegir la música del cuento antes que el ruido de la contabilidad.
Porque la fantasía política puede endulzar la espera, pero tarde o temprano llega la factura. Y cuando el decorado se derrumba, lo que queda no es Campanilla ni la épica progresista: lo que queda es un país que descubre, otra vez, que gobernar no es soñar, sino despertar