Opinión

España: el país donde la hierba cambia de color según el CIS

La fábula es sencilla: un burro afirma que la hierba es azul, un tigre replica que es verde, y el león —más político que juez— no castiga la ignorancia del asno sino la pérdida de tiempo del tigre por intentar convencer a un necio y lo sanciona por discutir.

Moral: la estupidez, cuando es insistente, termina imponiéndose y discutir con quien ha renunciado a la verdad es como  soplarle a un botijo, solo acabas con dolor de cabeza.

Ahora bien, traslademos la fábula a la sociedad española. En la península, donde se inventó el “café para todos” y el arte de tener razón en la barra del bar, el burro prospera. Abundan debates donde la evidencia importa menos que la convicción y la terquedad. La hierba seguirá siendo azul si así lo dicta un tertuliano con micrófono, un político con escaño o un vecino con WhatsApp en mano. Si trasladamos la fábula a  sociedad española, descubrimos que el burro y el tigre no son personajes aislados. La hierba, como para el burro, puede ser azul, cuadrada o incluso inexistente, siempre que la frase tenga contundencia y un toque de “yo lo vi en un vídeo”. El tigre, mientras tanto, intenta señalar datos, informes o simples hechos; pero acaba agotado, tachado de aguafiestas, elitista o “vendido al sistema”.

En la política española, la fábula adquiere tintes teatrales, donde los discursos parecen escritos más para arrancar titulares que para iluminar conciencias. Aquí el burro no es un personaje aislado: se multiplica en bancadas, en ruedas de prensa, en eslóganes convertidos en dogmas. Se defiende la “hierba azul” con entusiasmo: la economía va como un cohete, aunque el recibo de la luz diga lo contrario, la unidad del país es sólida aunque medio parlamento discrepe, la corrupción es solo cosa del adversario, la sanidad la mejor de Europa aunque con listas de espera interminables, la educación superlativa, 17 políticas educativas diferentes, para un solo país.

Y mientras tanto, el tigre, ese que se atreve a decir que no, que los datos están ahí, que los números no mienten que podría enriquecer el debate con matices, acaba cansado, descalificado o acusado de “no entender al pueblo” o  ser un “tecnócrata sin alma”.

Y el león, que debería poner orden, no es rey: es encuestador. Cambia de opinión según el CIS, según Tezanos, según las elecciones en Galicia o en Andalucía. No dicta justicia: calcula escaños. Por eso el burro siempre gana; no porque tenga razón, sino porque da más votos.

La ironía no podría ser más amarga: : una democracia madura como la española, atrapada en discusiones infantiles. El mismo sistema que garantiza la pluralidad parece condenado a que cada burro grite más fuerte que el otro, se defiende la libertad de expresión, si interesa, con la misma pasión con que se ignora el rigor de la información. Es decir, el derecho a opinar se confunde con el derecho a tener razón, aunque la evidencia sea una piedra que cae en la cabeza y aun así se niegue la gravedad.

 Y la ironía, claro, es sangrante. Porque mientras se grita en el Congreso o se encienden los platós, problemas concretos —la precariedad laboral, la despoblación rural, el coste de la vivienda, la sanidad, la educación— siguen ahí, verdes como la hierba. Invisibles en medio del ruido azul inventado por el burro.

La fábula nos deja una lección incómoda: el tigre se agota, se quema, se retira. Y el burro, incansable, se corona como portavoz de la “verdad alternativa”. El riesgo no es la ignorancia en sí, sino la rendición de quienes podrían desmontarla. Porque cuando la inteligencia calla por hastío, la necedad se convierte en ley.  El riesgo no es menor: cuando los tigres se hartan de discutir, se retiran. La política queda entonces en manos de los burros más persistentes, los que a fuerza de repetir su “azul” acaban colonizando la conversación pública. Y lo que era fábula se convierte en crónica: un país que corre el peligro de acostumbrarse a la posverdad como quien se acostumbra al calor sofocante del verano. Y, sin embargo, la fábula también ofrece una pista. El tigre no pierde porque tenga razón, sino porque discute con quien nunca la busca.

Tal vez la salida en España —en la política y en la sociedad— sea cambiar de escenario: dejar de pelear en los terrenos del burro, recuperar el valor de la sátira, del dato sencillo y de la pedagogía paciente. Porque la hierba, al final, seguirá siendo verde, pero entre tanto rebuzno terminará pintada de azul, morado o naranja según convenga. Y el tigre, cansado de intentar convencer, se irá a casa a ver Netflix… hasta que el burro le quite también la cuenta compartida.