El político, por ejemplo, ha perfeccionado el arte del replanteamiento. Ayer prometía bajarte los impuestos, hoy subírtelos “por tu bien”. ¿Mentía? No exactamente. Cambió de opinión, como quien descubre que el vino que ayer era mediocre hoy es “complejo y terroso”. La contradicción se envuelve en palabras como “realismo”, “coyuntura” o “nueva sensibilidad social”. Y si aun así alguien señala la incoherencia, se le acusa de vivir anclado en el pasado. Porque la mentira moderna no se desmiente: se redefine.
Y sin embargo, lo fascinante de la mentira es su fragilidad. Como un cristal fino, puede sostener el relato un rato… pero basta una grieta —una hemeroteca, un vídeo, un testigo— para que todo se derrumbe. Aun así, se sigue mintiendo. No por error, sino por necesidad. Porque decir la verdad puede costar votos, contratos, amistades o incluso la paz interior.
Ahora bien, no toda mentira es igual. Están las piadosas, que suavizan la vida como una gasa sobre la herida. Están las estratégicas, que construyen imperios o guerras. Y están las mentiras que uno se dice a sí mismo, que son las más devastadoras: “Yo nunca cambiaré mis principios”, “Solo fue una vez”, “Lo hago por ellos”.
Hay una antítesis poderosa aquí: en un tiempo donde la verdad es más accesible que nunca, la mentira también se ha hecho más hábil. Mientras los datos se acumulan como montañas, las narrativas falsificadas vuelan como humo: ligeras, seductoras, envolventes.
Y la pregunta incómoda permanece: ¿es mentir siempre un acto inmoral, o a veces es un síntoma de supervivencia en un mundo que premia el relato más que la realidad? Tal vez el problema no sea solo mentir, sino que mentir funcione.
En el fondo, cambiar de opinión puede ser un signo de inteligencia. Pero cuando el cambio es constante y siempre conveniente, deja de ser evolución para convertirse en una fuga perpetua de la verdad.
Porque la verdad, como el sol, molesta si se mira de frente. Pero sin ella, todo lo demás —las leyes, los discursos, las promesas— no es más que sombra.