Opinión

Relato de los remeros adaptado al siglo XXI: demasiados jefes, pocas palas.

Había una vez una empresa de remo que organizó una gran competición internacional. Su embarcación era moderna, su timón brillante, su bandera ondeaba con orgullo… pero al sonar el pistoletazo de salida, quedó última.

remeros

Los directivos, preocupados, encargaron un informe. El diagnóstico fue demoledor: en el barco había 10 personas, de las cuales una remaba y nueve coordinaban. Coordinaban mucho. Coordinaban reuniones, protocolos, objetivos estratégicos, hojas Excel con flechas de colores. Pero remar, lo que se dice remar, remaba uno solo. Y cada vez con menos ganas.

Alguien, un pensador seguramente, dijo: ¡Hay que reformar!  y se nombró un jefe de remeros, un supervisor de jefes, un comité de innovación en remo, una unidad de mejora transversal del movimiento del agua y una plataforma digital de seguimiento de brazadas. ¿El resultado? Más cargos, más reuniones, más informes... y la barca, cada vez más lenta.

Este relato disimula bajo su simplicidad una crítica feroz. Porque si algo define a gran parte de la política actual —y de no pocas instituciones públicas y privadas— es esa extraña obsesión por coordinar lo que no se ejecuta, planificar lo que no se concreta y evaluar lo que nunca se ha hecho.

La política se ha llenado de títulos rimbombantes: asesores estratégicos, responsables de área, delegados adjuntos, secretarías técnicas, comisiones para la comisión… Y mientras tanto, el trabajo real —el de arreglar una carretera, dar una clase digna, operar en un hospital, atender en una ventanilla— queda cada vez más desbordado por una capa de gestión que crece como moho sobre las grietas del sistema.

En lugar de reforzar al remero, lo vigilan. Le miden la pala. Le piden que justifique cada brazada. Le exigen que reme con “enfoque resiliente” o “metodología ágil”. Pero no le dan mejores condiciones, ni le quitan peso, ni lo escuchan.

Nunca hubo más planes, estrategias, hojas de ruta, agendas 2030 y discursos llenos de futurismo institucional. Pero basta ir a un centro de salud, a un aula pública o a una ventanilla de servicios sociales para notar la paradoja: lo esencial está saturado, agotado, infrafinanciado.

En nombre de la modernización, se burocratiza lo urgente. Y se perpetúa una cultura política que premia al que habla de cambiar el mundo, pero castiga al que simplemente intenta hacerlo funcionar.

La política actual se parece a un restaurante de lujo donde hay cinco camareros por cliente, tres encargados por mesa, un jefe de sala por turno… y el cocinero, solo, pelando patatas sin descanso. La experiencia del comensal es impecable en apariencia, pero si mira al fondo, verá que el fuego se apaga. Brillante fachada, cocina colapsada.

La solución no pasa por destruir la estructura ni por idealizar al remero solitario. No se trata de despreciar la coordinación, sino de recordar su propósito: facilitar el trabajo, no ahogarlo. Gobernar es, también, saber cuándo bajarse del despacho y coger la pala. Preguntar a quienes reman de verdad qué necesitan. Simplificar procesos. Confiar.

Porque al final, los barcos no avanzan con discursos, ni con organigramas, ni con promesas de futuro. Avanzan cuando alguien se arremanga y rema. Y si todos quieren ser timonel, alguien debería recordar que sin remos, ni el más carismático de los líderes podrá mover la embarcación. Salvo, claro, que esté dispuesto a remar también.