España, Israel y la Defensa de la Libertad: Cuando un Pueblo Decide Volver a Bailar

Hay momentos en la historia en los que un país se mira al espejo y no reconoce el rostro que tiene delante. Le ocurre hoy a España, como le ocurre a Israel desde hace décadas: dos democracias golpeadas por presiones externas, ruido interno y una narrativa que pretende avergonzar a quienes todavía levantan la cabeza sin pedir perdón por existir.

jerusalem
photo_camera jerusalem

Son naciones que comparten algo más profundo que la geografía o la coyuntura política: comparten la experiencia de ser cuestionadas en su derecho a ser lo que son. De enfrentar cada día voces que les exigen disculparse por su historia, por su cultura, por su mera presencia en el mapa. Y sin embargo, ambas siguen aquí, resistiendo con esa terquedad que solo tienen los pueblos que saben quiénes son.

España fue grande cuando creyó en su propia misión. No por discursos rimbombantes, sino por esa mezcla tan nuestra de coraje, sensatez y ese amor silencioso por la tierra que uno pisa. Una España donde la libertad no era un término manipulado por ideólogos, sino la condición natural del ciudadano honrado. Una España antes de que los profesionales de la indignación, los aprendices de Lenin y los administradores del resentimiento tomaran posiciones de mando.

Esa España construyó imperios, sí, pero también catedrales. Forjó empresas y universidades. Creó lenguas y literaturas que hoy hablan millones. No lo hizo pidiendo permiso a nadie ni consultando comités de corrección histórica. Lo hizo con la convicción de quien sabe que tiene algo valioso que aportar al mundo.

Israel conoce bien ese combate. Es un país que despierta cada día consciente de que su mera existencia molesta a los que cultivan el odio como proyecto político. Una nación que, aun así, continúa viviendo, creando, cantando… y sí, bailando. No baila porque no tenga miedo; baila porque se niega a dejar de ser libre.

Cada mañana, los israelíes abren las persianas sabiendo que hay quienes preferirían que no lo hicieran. Envían a sus hijos al colegio, van al trabajo, discuten de política en los cafés, se enamoran, construyen startups, escriben poesía. Viven, en definitiva, con esa intensidad que solo comprende quien sabe que la vida es un regalo precario que no puede darse por sentado.

En ambas historias —la española y la israelí— late la misma enseñanza: el valor de permanecer de pie cuando la comodidad invita a arrodillarse.

La libertad no se mendiga.

La identidad no se esconde.

La dignidad no se negocia.

Estas no son consignas vacías. Son principios forjados en siglos de experiencia histórica, en generaciones que aprendieron a costa de sangre y sacrificio que algunas cosas no pueden cederse sin perderlo todo.

En España lo sabíamos. Lo sabían nuestros abuelos, que levantaron un país de ruinas sin pedirle permiso a ninguna asamblea ideológica. Lo sabían quienes defendieron la Constitución cuando las turbas intentaban imponer la fuerza sobre la ley. Y lo sabe cualquiera que aún tenga el espíritu despierto frente a la erosión cultural que pretende diluirlo todo en una sopa posmoderna sin raíces, sin referencia y sin alma.

Generaciones enteras de españoles trabajaron desde el amanecer hasta el anochecer no para construir utopías teóricas, sino para levantar hogares concretos, empresas reales, comunidades sólidas. No lo hicieron esperando que ningún ministerio les explicara cómo debían vivir o qué debían pensar. Lo hicieron desde la autonomía moral del ciudadano libre que no necesita tutores.

Hoy muchos españoles sienten esa misma tensión que expresa la voz de tantos israelíes: la batalla diaria por no esconderse. Por no renunciar a la identidad que incomoda a los censores de siempre. Por no aceptar que la calle, la cultura o la opinión pública sean propiedad privada de una minoría radical.

Es la tensión de quien sabe que expresar ciertas convicciones puede costar un precio social. Que defender determinados principios implica nadar contra corriente. Que mantener ciertas lealtades significa exponerse al escarnio de quienes han convertido la descalificación en método y la exclusión en estrategia.

Pero es también la tensión creativa de quien no está dispuesto a ceder. De quien entiende que hay batallas que merecen librarse no porque sean fáciles, sino precisamente porque son necesarias.

España no puede permitirse rendirse a esa presión. Israel tampoco.

Porque, al final, la historia no la escriben los que gritan más fuerte, sino los que resisten más tiempo. No la construyen los que imponen silencios temporales, sino los que plantan semillas que germinan décadas después. No la definen los que controlan el relato durante una temporada, sino los que mantienen encendida la llama cuando todo parece oscurecerse.

La resistencia no siempre es épica. A veces es simplemente levantarse cada mañana y volver a empezar. Es educar a los hijos en los valores que uno considera justos. Es mantener abiertas las puertas del negocio familiar pese a las dificultades. Es no dejar que te roben la alegría ni la esperanza.

Y en medio de ese combate aparece la música. Una música que nos recuerda algo esencial: que incluso cuando el miedo acompaña, incluso cuando el mundo parece desmoronarse, la libertad se defiende también viviendo. Cantando. Volviendo a bailar.

Porque bailar es un acto de afirmación vital. Es decirle al mundo: aquí estamos, y no nos vamos. Es celebrar la vida precisamente cuando otros quisieran que nos rindiéramos a la tristeza o al miedo. Es el gesto más antiguo y más humano de rebelión contra quien pretende anular nuestra humanidad.

Hay una canción que recorre hoy las redes, una canción israelí que habla precisamente de eso: de volver a bailar después del horror, de recuperar la alegría tras la tragedia, de no permitir que el terror tenga la última palabra. Es un himno a la resiliencia, pero también a la determinación. No bailamos para olvidar; bailamos para recordar quiénes somos y por qué vale la pena seguir siendo.

Por eso este artículo no es solo una defensa de Israel, ni solo una reivindicación de España: es un recordatorio de que los pueblos libres no piden perdón por existir. Y cuando intentan silenciarlos, responden con luz, con cultura, con firmeza… y con dignidad.

Es un recordatorio de que hay valores universales que trascienden las fronteras: el derecho a la autodefensa, la legitimidad de la identidad propia, la belleza de las tradiciones heredadas, la importancia de la memoria histórica no manipulada. Son valores que no están de moda en ciertos círculos, pero que resisten porque están fundados en verdades antropológicas profundas.

Los pueblos que olvidan quiénes son, están condenados a desaparecer. No por conquista externa, sino por disolución interna. Por falta de convicciones compartidas, por ausencia de proyecto común, por incapacidad de transmitir a las siguientes generaciones algo por lo que merezca la pena luchar.

Al final del camino, la pregunta es sencilla: ¿queremos ser el país que baja la mirada o el que decide, de nuevo, levantarse y recuperar su esencia?

¿Queremos ser la generación que entregó todo lo recibido a cambio de la tranquilidad de no tener que defenderlo? ¿O queremos ser quienes, contra viento y marea, mantuvieron viva una herencia y la transmitieron enriquecida a quienes vendrán después?

Yo ya he tomado mi decisión. Y como en esa canción poderosa que inspira estas líneas, España también volverá a bailar.

Volverá a bailar porque hay españoles que no han olvidado quiénes son. Porque hay generaciones que se niegan a avergonzarse de su historia. Porque hay ciudadanos que entienden que la libertad no es una concesión que otros otorgan, sino un derecho que se conquista y se defiende cada día.

Y cuando ese día llegue —y llegará—, no será por decreto ni por consenso mediático. Será porque millones de personas habrán decidido, individualmente, que merecía la pena seguir siendo fieles a sí mismas. Que la autenticidad valía más que la aprobación. Que la dignidad no se negociaba a ningún precio.

Ese será el día en que España, como Israel, habrá demostrado una vez más que los pueblos no se definen por los momentos de debilidad, sino por su capacidad de levantarse cuando todo parecía perdido.

Y ese día, volveremos a bailar.

Nota: Esta canción ha sido inspiradora para la redacción de este artículo de opinión. La comparto con ustedes. Disfrútenla también.  https://www.youtube.com/watch?v=LkgS4GZubWI&list=OLAK5uy_kOna-RiyJ4t3-hZ_sxGhfD9ZpICU1v3Ug