La advertencia atemporal de un Padre Fundador
Esta frase, que resuena como un eco de advertencia desde los tiempos fundacionales de Estados Unidos, parece haber cobrado una relevancia renovada en el mundo contemporáneo. En ella se encierra una profunda desconfianza hacia el poder estatal desmedido, particularmente aquel que se presenta como benefactor absoluto.
Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y principal redactor de la Declaración de Independencia, mantuvo durante toda su vida una postura vigilante ante la concentración del poder gubernamental. Su filosofía política, profundamente influenciada por pensadores como John Locke, defendía un gobierno limitado y descentralizado, centrado en la protección de las libertades individuales más que en la provisión de servicios o beneficios.
La historia ha demostrado repetidamente la sabiduría de estas palabras. Desde las autocracias de siglo XX hasta regímenes contemporáneos, hemos visto cómo gobiernos que inicialmente prometen abundancia y seguridad terminan restringiendo libertades cuando su control es desafiado.
El espejismo de la justicia social sin libertad
Hoy, muchos gobiernos con ideologías socialistas o comunistas modernas apelan a la "justicia social" como justificación para extender su control sobre prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana. Bajo el argumento de "proteger al pueblo" o "garantizar igualdad", avanzan en un proceso progresivo de concentración del poder. Lo que comienza como un acto de generosidad estatal, puede convertirse fácilmente en un mecanismo de dominación.
Esta dinámica opera de manera sutil y gradual. Primero, el Estado identifica una desigualdad o problema social legítimo. Luego, propone una solución que invariablemente implica mayor intervención gubernamental y expansión burocrática. Con el tiempo, esta solución inicial resulta insuficiente, justificando intervenciones adicionales, mayores impuestos y regulaciones más estrictas. El resultado final es un aparato estatal significativamente más grande, más costoso y más intrusivo que cuando comenzó este proceso.
La paradoja es que estas intervenciones, presentadas inicialmente como medios para empoderar a los ciudadanos, frecuentemente terminan creando dependencia. Cuando el Estado se convierte en proveedor primario de necesidades básicas, los ciudadanos pierden gradualmente su capacidad de autogestión y autonomía, quedando a merced de los vaivenes políticos y las prioridades gubernamentales del momento.
El transporte como ejemplo de autoritarismo disfrazado
Un caso claro se ve en el transporte. Nadie niega el valor del transporte público accesible y eficiente. Sin embargo, cuando se pasa del fomento del transporte público a una guerra abierta contra el automóvil —limitando su uso, encareciéndolo, estigmatizándolo— lo que realmente se hace es restringir la libertad individual de movimiento.
El automóvil personal representa mucho más que un simple medio de transporte: simboliza independencia, capacidad de decisión sobre rutas y horarios, acceso a oportunidades laborales y educativas más allá del radio inmediato, y libertad para explorar territorios fuera del alcance del transporte colectivo. Cuando las políticas públicas penalizan sistemáticamente la propiedad y uso de vehículos particulares mediante impuestos elevados, restricciones de circulación y zonas de exclusión, están efectivamente limitando la autonomía ciudadana.
Estas medidas suelen presentarse bajo el argumento de la sostenibilidad ambiental o la mejora del espacio urbano. Sin embargo, resulta revelador que rara vez se acompañen de mejoras sustanciales en la calidad y alcance del transporte público que supuestamente debería sustituir al automóvil. El resultado es una subordinación ciudadana a sistemas de movilidad controlados centralmente, donde las rutas, horarios y capacidades son determinados por criterios políticos más que por las necesidades reales de los usuarios.
La experiencia de ciudades donde estas políticas se han implementado agresivamente muestra que los más afectados suelen ser las clases medias y trabajadoras, quienes dependen del automóvil para acceder a empleos en áreas mal servidas por el transporte público, o familias que necesitan flexibilidad para combinar trayectos laborales, escolares y de cuidados que difícilmente pueden realizarse únicamente con transporte colectivo.

Otros frentes: educación, salud, empresa
Esto no se limita al transporte. La misma lógica se aplica en otros sectores fundamentales:
Educación: El control sobre las mentes futuras
Las campañas contra las instituciones educativas privadas a menudo se articulan en torno a narrativas de equidad e inclusión. Sin embargo, bajo esta retórica subyace con frecuencia el deseo estatal de monopolizar la formación de las nuevas generaciones. Cuando se estigmatiza a las escuelas y universidades privadas como "elitistas" o "segregadoras", mientras simultáneamente se imponen restricciones operativas, fiscales y curriculares, se está socavando la diversidad educativa.
Un sistema educativo pluralista, donde coexisten modelos públicos, privados y concertados, garantiza no solo diversidad pedagógica sino también la libertad fundamental de los padres para elegir la educación de sus hijos según sus valores y prioridades. Cuando el Estado aspira a ser el único educador, obtiene un poder formidable para moldear mentalidades y perspectivas.
La experiencia histórica demuestra que los sistemas educativos monopolizados por el Estado frecuentemente derivan hacia la uniformidad ideológica y el adoctrinamiento, independientemente del signo político del gobierno de turno. La libertad educativa, por el contrario, permite la coexistencia de múltiples visiones y metodologías, enriqueciendo el panorama intelectual de la sociedad.
Sanidad: La salud como instrumento de control
En el ámbito sanitario, observamos un patrón similar. Mientras se promueve la narrativa de un sistema público universal como única solución ética, se implementan políticas que obstaculizan o penalizan la sanidad privada. Esta aproximación ignora deliberadamente las experiencias exitosas de sistemas mixtos en países que logran excelentes resultados sanitarios combinando provisión pública y privada.
El ataque sistemático a la sanidad privada rara vez busca fortalecer realmente la pública; más bien, aspira a eliminar alternativas al monopolio estatal. Cuando desaparece la competencia, también lo hacen las opciones. Y sin opciones, el ciudadano queda completamente dependiente de decisiones políticas sobre qué tratamientos son accesibles, qué enfermedades reciben prioridad o qué recursos se asignan a cada área sanitaria.
Esta dependencia absoluta en cuestiones tan íntimas como la salud personal otorga al Estado un poder de vida o muerte sobre los ciudadanos, generando una asimetría peligrosa entre gobernantes y gobernados. Los sistemas sanitarios híbridos, por el contrario, preservan la autonomía del paciente y crean incentivos para la innovación y la mejora continua en todos los sectores.
Economía y pequeñas empresas: La independencia incómoda
Las pequeñas y medianas empresas representan un desafío particular para los estados con ambiciones de control social amplio. A diferencia de las grandes corporaciones, que pueden ser reguladas, presionadas o cooptadas con relativa facilidad, las PYMES conforman un ecosistema diverso y resiliente, difícil de someter a directrices centralizadas.
Los pequeños emprendedores y empresarios familiares son inherentemente más independientes, tanto económica como ideológicamente. No dependen de contratos gubernamentales masivos, no están sujetos a la influencia de grandes sindicatos, y su tamaño les permite mayor agilidad para adaptarse a circunstancias cambiantes. Esta autonomía los convierte en un elemento disruptivo para agendas de control estatal comprehensivo.
No es casualidad que muchos regímenes autoritarios o semi-autoritarios implementen políticas que, deliberadamente o no, ahogan a las pequeñas empresas: regulaciones desproporcionadas, cargas fiscales asfixiantes, burocracia excesiva y competencia desleal de empresas paraestatales. El objetivo, consciente o inconsciente, es eliminar estos focos de independencia económica y social.
Un tejido empresarial diverso, con predominio de pequeñas y medianas empresas, no solo genera distribución de riqueza más equilibrada, sino que constituye un contrapeso estructural al poder estatal, fortaleciendo la sociedad civil y limitando las capacidades de control gubernamental sobre la vida económica de los ciudadanos.
La falsa dicotomía: seguridad o libertad
Quizás la estrategia más efectiva para expandir el control estatal ha sido la presentación de una falsa dicotomía entre libertad y seguridad (económica, física o social). Al ciudadano se le plantea repetidamente que debe elegir entre su autonomía personal y la protección ante diversos riesgos o necesidades.
Los gobiernos que prometen darlo todo —educación, salud, transporte, empleo, vivienda, seguridad— raramente buscan genuinamente empoderar a sus ciudadanos. El objetivo estructural, independientemente de las intenciones individuales de sus funcionarios, es crear dependencia. Un ciudadano dependiente del Estado para sus necesidades básicas es inherentemente menos libre, más vulnerable a presiones políticas y más susceptible a la manipulación electoral.
Esta dependencia no se establece mediante la coerción directa, sino a través de incentivos perversos y la eliminación gradual de alternativas. Cuando el espacio para la iniciativa privada, la asociación voluntaria y la autogestión se contrae sistemáticamente, los ciudadanos pierden no solo opciones concretas sino también las habilidades y mentalidades necesarias para la independencia.

La lección histórica: vigilancia permanente
Como bien apuntaba Jefferson (o al menos, como se le atribuye decir): un Estado que puede darte todo, también puede quitártelo todo. Y cuando lo hace, no suele devolverlo.
La historia del siglo XX proporciona abundantes ejemplos de sociedades donde el poder estatal, inicialmente expandido con promesas benevolentes, terminó convirtiéndose en instrumento de opresión. Desde las experiencias totalitarias europeas hasta los regímenes socialistas en diversas regiones, el patrón es consistente: la concentración extrema de poder, aun cuando se justifique con los objetivos más nobles, invariablemente conduce a abusos y restricciones de libertades fundamentales.
Por eso, cada vez que se discute una nueva "prestación" o "derecho garantizado por el Estado", deberíamos preguntarnos: ¿esto expande realmente mi libertad, o simplemente transfiere mi dependencia del mercado al gobierno? ¿Amplía mis opciones o las restringe? ¿Fortalece mi capacidad de autodeterminación o me convierte en cliente cautivo de la burocracia estatal?
Hacia un equilibrio sostenible: ni Estado mínimo ni Leviatán omnipresente
La respuesta no está en un Estado ausente que abandone toda responsabilidad social. Los servicios públicos bien diseñados y eficientes pueden complementar y potenciar las capacidades individuales y comunitarias, creando un entorno donde la libertad no sea meramente formal sino sustantiva.
El desafío consiste en desarrollar instituciones y políticas que ofrezcan apoyo sin generar dependencia, que proporcionen redes de seguridad sin atrapar a los ciudadanos en ellas. Esto requiere un Estado que se conciba a sí mismo como facilitador y árbitro, no como proveedor universal o ingeniero social.
Las sociedades más exitosas en términos de bienestar y libertad no son aquellas con Estados mínimos ni tampoco las que han construido aparatos estatales omnipresentes. Son las que han logrado un equilibrio dinámico entre solidaridad e iniciativa, entre responsabilidad colectiva y libertad individual. Un equilibrio donde el poder estatal está constantemente limitado y vigilado, donde la sociedad civil mantiene su vitalidad y autonomía, y donde los ciudadanos preservan su capacidad crítica frente a las promesas de salvación por decreto.
La advertencia de Jefferson sigue vigente precisamente porque apunta a una verdad fundamental sobre el poder: su tendencia natural es expandirse y consolidarse. Solo la vigilancia permanente y la defensa activa de espacios de libertad pueden contrarrestar esta tendencia y preservar una sociedad donde el Estado sea verdaderamente instrumento de los ciudadanos, y no a la inversa.