El linchamiento reciente —la cascada de cancelaciones por el patrocinio de un fondo israelí— desnuda la podredumbre intelectual de una generación que ha convertido la cobardía en virtud. Detrás de la retórica humanitaria se oculta el veneno más añejo: el odio visceral hacia la única democracia que funciona en Oriente Medio y, en su núcleo más pútrido, un antisemitismo que ha aprendido a camuflar su hedor con el perfume del progresismo.
La obscenidad moral alcanza dimensiones grotescas: músicos que se proclaman feministas y defensores de los derechos humanos se postran sin rubor ante las facciones más brutales del islamismo radical. Con el pretexto de la "justicia social", estos nuevos totalitarios no solo demonizan a todo un pueblo, sino que practican una caza de brujas sistemática contra cualquier individuo o institución que mantenga el más mínimo vínculo con Israel. Han convertido la cultura en rehén de su sectarismo ideológico.
Esto ya no es discrepancia política: es la imposición despótica de un relato único que blanquea a los terroristas y convierte al Estado judío en el demonio universal. ¿Acaso estos nuevos inquisidores no reconocen en sus métodos los ecos siniestros de las campañas de odio que mancharon el siglo XX? La diferencia es cosmética: han cambiado las consignas, pero la estrategia de señalamiento y exclusión permanece idéntica.
Lo más repugnante es la genuflexión de las instituciones culturales. En lugar de defender la libertad y la diversidad, directores de festivales y responsables culturales se arrodillan ante esta minoría fanática, traicionando los principios más básicos de la civilización occidental. La cultura que capitula ante el chantaje moral se degrada hasta convertirse en un simple altavoz propagandístico. Es la muerte de la cultura misma.
La hora de la claridad ha llegado, y no admite medias tintas: boicotear a músicos, empresas o festivales por su vínculo con Israel no es activismo noble. Es racismo puro, destilado y refinado. Es el mismo sectarismo totalitario que históricamente ha precedido a las grandes catástrofes. Y no existe nada más profundamente reaccionario, más enemigo del progreso auténtico, que esta nueva inquisición disfrazada de conciencia social.
La tolerancia que no se defiende a sí misma es complicidad con la barbarie. Es hora de decir: basta ya.