Los recientes casos de corrupción que han salpicado al PSOE han colocado al país en un escenario tan serio como grotesco: una nación que presume de Estado de derecho mientras observa cómo algunos dirigentes tratan la ética pública como una cláusula negociable. Resulta difícil no detenerse en la antítesis constante entre discurso y práctica: se invoca la transparencia mientras se oscurece la gestión; se promete regeneración mientras se multiplican los sobresaltos judiciales; se proclama el progreso mientras ciertas conductas recuerdan más a la picaresca que a la modernidad. Se habla de feminismo, pero se actúa desde inercias que lo contradicen.
El ciudadano —ese espectador cansado de una obra que ya conoce— oscila entre la incredulidad, la desidia y un humor negro cada vez más afilado. Escucha explicaciones que no aclaran nada, presencia cómo lo injustificable busca refugio en el matiz, y se pregunta si la anomalía no habrá terminado por convertirse en costumbre. La paciencia colectiva, vieja y forzada, aún se estira… pero cruje.
A este clima enrarecido se suma un elemento decisivo: la erosión del liderazgo que parecía indestructible. Hubo un tiempo —no tan lejano, aunque ahora suene casi legendario— en que Pedro Sánchez gobernaba el PSOE con una firmeza incuestionable. No hacía falta repetir la sentencia de Alfonso Guerra; bastaba con aplicarla. Quien se movía, desaparecía.
Un gesto, una duda, una palabra mal medida bastaban para enviar al disidente a un exilio político sin retorno. El liderazgo era compacto, disciplinado, eficaz. Cada comparecencia reforzaba la idea de resistencia; cada crisis parecía un pulso ganado. Pero la historia, siempre implacable, no perdona los excesos prolongados.
El dirigente que ayer parecía sólido hoy transmite fragilidad. Y en esa fisura han empezado a hablar los silencios. Quienes aplaudían sin reservas descubren ahora que siempre tuvieron opinión; simplemente aguardaban el momento seguro para expresarla. Los obedientes opinan. Los prudentes critican. El partido, como si hubiera contenido el aire durante años, exhala de golpe.
Antes, Sánchez expulsaba. Ahora, esquiva. Evita comparecencias, administra silencios con torpeza, confía en que la ausencia amortigüe el golpe. Pero el silencio ya no protege: amplifica. Quien imponía, se esconde. Quien marcaba el rumbo, gestiona los restos de un relato que se deshace sin remedio.
Cuando la autoridad se debilita, ocurre lo previsible. Los leales recalculan, los aduladores se vuelven analistas, y los viejos críticos regresan convertidos en profetas que “siempre lo supieron”. No es la tormenta la que los revela; es la pérdida de control la que los despierta.
Quizá Cicerón, desde su mármol inmóvil, observaría la escena con una sonrisa amarga. Él sabía que el poder no cae solo por sus excesos, sino por sus silencios. Porque la verdad no se corrompe únicamente con la mentira, sino también con la omisión.
Y mientras el país asiste a esta coreografía de cálculo y huida, la pregunta vuelve a levantarse, inevitable:
¿Hasta cuándo, Pedro Sánchez, vas a abusar de nuestra paciencia?
La respuesta —si llega— no dependerá solo de él. Dependerá de un país que empieza a despertar, de un partido que comienza a hablar y de un líder que ya no controla el relato que lo sostuvo.