Un movimiento quirúrgico, pero demoledor
Los habilitados nacionales eran el último cordón sanitario que garantizaba legalidad y neutralidad en los ayuntamientos. Cuando en 2017 muchos alcaldes se lanzaron al abismo, fueron estos funcionarios estatales quienes mantuvieron la ley en pie.
Ahora, esa responsabilidad pasa a una administración autonómica que lleva años declarando su intención de construir una “estructura de Estado”. No es una reforma técnica: es ceder el control del árbitro al equipo que quiere reescribir las reglas.
¿Por qué es tan grave?
Porque hablamos de quién fiscaliza el dinero público, quién vigila la legalidad local y quién firma los informes que permiten o frenan decisiones clave. Si ese control pasa a depender de una sola parte —y además una parte que usa su fuerza parlamentaria para presionar al Estado— el equilibrio se rompe. Y cuando se rompe el equilibrio institucional, eso tiene un nombre: captura del Estado.
Junts tiene muy claro que el poder que tiene actualmente mana de los Ayuntamientos, no de la Generalitat. Y si consigue que los “habilitados” sean de su cuerda política o, como mínimo, pertenezcan a un cuerpo que ellos controlan, desde y para Cataluña, la libertad y autonomía de los grandes funcionarios que existía hasta hoy desaparece por completo.
A partir de ahora, o de cuando sea efectiva la norma, podremos decir que los Ayuntamientos están 100% en manos de los políticos y, por tanto, sus corruptelas serán más sencillas y “controlables”. A ver quién es el funcionario que dirá no a un político si quiere mantener su puesto de trabajo o no caer en el “bulling” absoluto. Ya no tendrá el amparo del Estado. Estos funcionarios se convertirán, sencillamente, en marionetas del poder autonómico.
Un trueque político disfrazado de normalidad
Sánchez envuelve la noticia entre subidas de sueldo a funcionarios y reformas procedimentales, pero todos saben cuál es la moneda real: la supervivencia de la legislatura. Esto no es descentralización: es pago por apoyo parlamentario. Y es hacerlo justo en el terreno más sensible: la fiscalización del poder.
Lo que se consuma con este traspaso no es una simple concesión autonómica. Es la entrega de una pieza esencial del Estado a quienes llevan años intentando desmontarlo. Sin debate público, sin consulta, sin consenso.
Será curioso observar lo que tardan el resto de las autonomías, sea del signo político que sea, en pedir la misma norma y en convertir España en un salpicadero de víboras en cuerpo de políticos con ansias de manipular a sus anchas desde cualquier consistorio al grito de “¡tonto el último!” porque, recordemos, el choriceo no tiene ideología si no delincuentes con ganas de meter la mano donde no se debe.
En resumen, un golpe de Estado no siempre necesita ruido. A veces basta con un decreto y un silencio cómplice. Y eso —guste o no— es lo que acaba de ocurrir.