El Partido Socialista Obrero Español, que en otros tiempos defendió principios igualitarios con pasión casi religiosa, ha convertido esa promesa constitucional en un menú degustación: no todos los comensales reciben el mismo plato. A los aforados se les sirve con guante blanco, a los militantes se les disculpa el picante, y a los “fachas” —categoría gaseosa que hoy abarca desde liberales tibios hasta quien lleve una bandera sin lazos morados— se les expulsa del restaurante antes de probar el primer bocado.
Lo curioso es que la vara de medir no se esconde: se exhibe. Mientras un concejal de Vox puede ser crucificado por un tuit adolescente, un alto cargo socialista puede pasearse impune entre escándalos administrativos como quien camina sobre brasas sin quemarse. ¿Doble rasero? Más bien triple salto mortal.
La ironía está servida: en nombre de la justicia social, se relativiza la justicia judicial. El aforado goza de privilegios procesales que lo blindan, como si la cercanía al poder actuara de antibiótico contra el Código Penal. El militante, por su parte, se ampara en una especie de “presunción de militancia progresista”, que convierte errores en lapsus, delitos en malentendidos, y corrupciones en anécdotas. Y el disidente —ese “facha” genérico— es juzgado no solo por lo que hace, sino por lo que representa: un enemigo simbólico, una amenaza al dogma, un hereje político.
Aquí se impone una antítesis que incomoda: un partido que se proclama defensor de los derechos humanos ha terminado por dividir a los ciudadanos entre “los suyos” y “los otros”, entre los que merecen comprensión judicial y los que solo merecen escarnio mediático.
La ley, en este contexto, no es ni ciega ni justa. Es más bien una linterna que ilumina lo que conviene y oscurece lo que incomoda. Como en aquellas distopías literarias en las que la ley existe… pero solo para algunos.
Y aún más inquietante es la naturalización de esta deriva. Nadie se escandaliza ya si un ministro acusa de fascista a un adversario sin pruebas, o si un fiscal se olvida de investigar a un compañero de partido. Nos hemos acostumbrado a vivir en un teatro de la legalidad, donde el guion lo escribe el poder, y la justicia solo actúa como figurante.
Pero cuidado: cuando la ley se vuelve selectiva, la democracia se vuelve frágil. Porque el Estado de Derecho no es solo un conjunto de normas; es un pacto implícito de confianza ciudadana. Y ese pacto se rompe cada vez que la igualdad ante la ley se convierte en un eslogan hueco.
Quizá haya llegado el momento de rescatar esa vieja idea de que la justicia debe ser como el agua: transparente, justa y al alcance de todos. Porque si seguimos aceptando que algunos sean más iguales que otros, pronto no quedará nadie verdaderamente igual. Ni ante la ley, ni ante nada.