España, junto a otros países del sur y a sectores ecologistas, defendía mantener intacto el veto total a la venta de vehículos de gasolina y diésel en 2035, alineándose con una estrategia de electrificación estricta. Sin embargo, la Comisión ha optado ahora por una prórroga encubierta, transformando la prohibición en un objetivo del 90 % de reducción de emisiones, lo que abre la puerta a motores de combustión que utilicen combustibles sintéticos o soluciones híbridas avanzadas.
El giro responde, sobre todo, a la presión de Alemania e Italia y de los grandes fabricantes europeos, preocupados por la pérdida de competitividad frente a China y por el impacto social de una transición demasiado rápida. En ese pulso, Madrid ha quedado aislado, incapaz de imponer su enfoque pese a su discurso de liderazgo climático.
Para Sánchez, el revés es doble. En el plano europeo, evidencia el limitado peso real de España cuando los intereses industriales de las grandes economías entran en juego. En el plano interno, debilita el relato de que la transición ecológica impulsada por su Ejecutivo marca el paso en la UE. Bruselas ha optado por el pragmatismo industrial frente a la ortodoxia climática que defendía La Moncloa.
La consecuencia inmediata es política: la agenda verde española pierde uno de sus hitos simbólicos más claros. Y la de fondo es estratégica: la transición del automóvil en Europa será más lenta, más ambigua y más negociada de lo que el Gobierno español había prometido a sus votantes.
La “prohibición de 2035” ya no es tal. Y Pedro Sánchez, que aspiraba a presentarla como una victoria histórica del ecologismo europeo, se ve ahora obligado a gestionar una prórroga que no quería y una derrota que no controla. Otras más.