Empecemos por los abrefácil. Ese concepto optimista. Esa promesa. Esa burla. Esa mentira. El abrefácil no abre. Te observa. Te reta. Te dice “abre fácil” con una flechita minúscula mientras tú tiras, giras, muerdes, suplicas y acabas usando un cuchillo, unas tijeras y parte de tu fe en la humanidad. Si eso es fácil, ¿qué es lo difícil? ¿Romper una nuez con el coxis?
Seguimos con las fechas de caducidad de los blisters de pastillas. Esos números grabados en relieve, del mismo color que el envase, con una tipografía diseñada por alguien que odia a la gente viva. No se leen. Se intuyen. Se interpretan. Se adivinan.
Tú no sabes si la pastilla caduca en 2025 o si pertenece a una excavación romana. Y claro, llega el dilema: ¿Me la tomo y confío? ¿O la tiro y asumo que la industria farmacéutica ha ganado otra batalla?
Pero el premio gordo, la joya de la corona del sadismo contemporáneo, es el nuevo tapón de las botellas. Ese que no se separa. Ese que te golpea la nariz. Ese que te roza el labio como diciendo “aquí sigo”. Ese tapón que convierte beber agua en una experiencia sensorial incómoda, torpe y ligeramente humillante. Curioso: el agua viene con tapón con apego emocional. El vino, en cambio, se deja abrir y punto. Como si supiera lo importante. Antes abrías, bebías y cerrabas. Ahora luchas. El tapón se balancea, se engancha, te moja la camiseta blanca y te hace parecer una persona incapaz de hidratarse con normalidad.
Nos dijeron que era por el medio ambiente. Y oye, yo reciclo, separo, aplasto briks y me siento culpable si tiro una pajita. Pero esto no es ecología. Esto es castigo.
Todo junto forma un pack maravilloso: Intentas abrir un envase fácil, no puedes.
Buscas un calmante, no sabes si está vigente o es vintage. Coges agua para calmarte y el tapón te da en la barbilla. Y ahí estás tú. Persona funcional. Independiente. Pagadora de impuestos. Derrotada por un plástico.