Ya saben que anda el Gobierno, y en concreto su Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, detrás de conseguir que se le apruebe en el Congreso la reducción por ley de la jornada laboral actualmente fijada en 40 horas semanales. Hasta las 37,5 horas. Una medida acordada entre PSOE y Sumar para la investidura de Pedro Sánchez e incumplida porque debía aplicarse de manera gradual entre 2024 y 2025, para establecer el límite en 38,5 horas transitoriamente el primer año. Una iniciativa que, de salir finalmente adelante en otoño como quiere Díaz, no será ningún logro social de una ministra campeona en progresismo, sino pura farfulla y, sobre todo, un engaño y más desigualdad.
Aquella jornada de 48 horas semanales inventada por Felipe II es hoy, curiosamente, la que prevé, en pleno siglo XXI, la Unión Europea a través de la Directiva 2003/88/CE del Parlamento Europeo y del Consejo. Y cierto: con inclusión de horas extras, previsión de descanso semanal mínimo y de pausas y vacaciones laborales. Pero tan cierto como que la jornada real actualmente en la Europa comunitaria ya está por debajo de las 40 horas en todos los casos, y gracias precisamente a los convenios empresa-trabajadores en la gran mayoría de sectores, y no por imposición legal de los Estados. Alemania, Países Bajos o Dinamarca, donde todo se fía a la negociación empresa-trabajadores, sin límites legales, andan por la jornada media real entre 32 y 33 horas semanales.

De hecho, Francia reguló su jornada laboral máxima reduciéndola en 2000, hace veinticinco años, a 35 horas, si bien actualmente mantiene una jornada real de poco más de 36. Ello indica la dificultad de hacer efectiva la medida cuando se impone, aunque en el país vecino puede hablarse de cierto éxito gracias a medidas adicionales y compensatorias tales, entre otras, como la reducción de las cotizaciones empresariales así como de la posibilidad de reorganizar la producción en casos particulares: poder trabajar hasta cuatro horas más semanalmente para acumularlas posteriormente en forma de días libres. Los datos del Ministerio de Trabajo francés apuntan a un incremento de cerca de 350.000 puestos de trabajo aun cuando la duración real de la jornada laboral real se mantiene casi como a principios de este siglo.
En cualquier caso, el éxito de la medida no fue, en el caso de Francia, ni será, en el español, la disposición legal impuesta por un gobierno que no ha permitido poner en marcha, precisamente, el instrumento más efectivo del mundo laboral: el diálogo social. Es más, organismos como la OCDE o el FMI apuestan por una reducción de jornada en términos generales sin dudarlo, pero siempre que se haga de manera negociada y flexible, empresa a empresa y sector a sector, y no de un modo torpemente obligado que termine por ignorar elementos como la productividad y la competitividad, claves para el futuro de las empresas y, con ello, del propio empleo que generan.
Lo esencial es saber qué problema trata de solucionarse con la iniciativa, porque buscar un titular a corto plazo para que Yolanda Díaz pueda aparecer como la ministra que dio a los españoles la jornada de 37,5 horas semanales puede ser muy tentador, pero es también la manera de generar una nueva desigualdad entre los ciudadanos de este país si el Gobierno termina cediendo, una vez más, ante los votos que necesita de Junts para aprobar la reforma legal, consintiendo condiciones laborales en Cataluña que no se aplicarán en el resto de España, si no otra cosa.
Resulta fundamental por ello saber quiénes son los beneficiarios reales de una medida que es buena en sí misma siempre que no obedezca a otros intereses, que es lo que parece que sucederá si a partir de septiembre la noticia es que desde el resto de España hay que compensar desde el Estado al empresariado catalán de un modo absolutamente improcedente por innecesario e injusto. Y ello porque las estadísticas del propio Ministerio de Trabajo y Economía Social muestran que Cataluña tiene ya la tercera jornada laboral más reducida de España, justamente en 37,5 horas semanales, solo por detrás de País Vasco y Navarra (con 37,1 y 37,5 horas, respectivamente), y muy por delante de la media española, fijada en 38,3 horas, con comunidades como la murciana o la canaria, que llegan respectivamente a las 39,1 y 39,7 horas. No hay, por tanto, en Cataluña necesidad real de una medida inocua ni se generará un problema que sí puede darse en otras zonas de España de reducirse la jornada laboral a 37,5 horas semanales por ley. Y Junts no está defendiendo al empresario murciano o canario, como podrán imaginar, sino, en este caso, intentando sacar tajada de una necesidad ajena.

Junts se está oponiendo para toda España a lo que en Cataluña ya tienen, dado que la modificación de la norma legal que limita a 37,5 horas la jornada laboral no tendría en Cataluña un impacto significativo. Y sabiendo que lo que pretende un nacionalista cuando negocia con el Gobierno de España es todo y más, la reducción de la jornada laboral por disposición legal se muestra como una gran mentira si se consigue con los votos de Junts, porque ni Cataluña la necesita ni el nacionalismo busca mejorar la vida de los trabajadores en el resto de España. Y por eso es fundamental permitir que sea el diálogo social y la negociación entre empresas y trabajadores la que nos haga avanzar en esa reforma real allí donde se precisa, dentro de la lógica de que el trabajador pretende mejores condiciones laborales y el empresario quiere más productividad. Y ni las unas ni la otra se consigue con más horas inútiles, sino con recursos y uso eficiente de los mismos.
Una cabezonería como la de Yolanda Díaz y el Gobierno, por ello, solo traerá más desigualdad, privilegios para los de siempre y efectos no deseados, por lo que reducción de la jornada laboral sí, pero no así, que ya se sabe que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.