Aquel momento histórico no habría sido posible sin la figura del Rey Juan Carlos I, cuya labor fue determinante para articular los consensos necesarios y pilotar con firmeza y prudencia la salida del régimen anterior hacia una monarquía parlamentaria plenamente democrática. Sin embargo, los tiempos cambian, la sociedad evoluciona y las estructuras que un día fueron motor de progreso hoy muestran síntomas de fatiga, anquilosamiento y desconexión con la realidad social.
España vive hoy una etapa de hartazgo institucional. La alternancia entre los dos grandes partidos que monopolizaron la vida pública durante décadas —el bipartidismo clásico— no solo ha demostrado su incapacidad para dar respuestas eficaces a los desafíos contemporáneos, sino que ha degenerado en una preocupante cultura del clientelismo, la opacidad y la inmunidad.
El sobredimensionamiento de los aforamientos políticos, la proliferación de órganos duplicados o triplicados como pasa en algunas comunidades autónomas, las colocaciones cruzadas de leales sin mérito objetivo y, sobre todo, la constante aparición de tramas de corrupción, tanto en la izquierda como en la derecha y sin hablar de los extremos y sus peculiares financiaciones, han deteriorado gravemente la confianza ciudadana en sus instituciones.
La democracia no se erosiona de golpe, se desgasta en la rutina del “tú más”, en el desprecio al mérito y en la banalización del debate público. Las sesiones de control parlamentario se han transformado en campos de batalla estériles donde prima el espectáculo sobre la solución, el titular sobre la propuesta, el linchamiento político sobre la construcción de consensos. Ya no se habla de pensiones, sanidad, productividad o reforma educativa: se compite por el “zasca” viral.
En este contexto, España necesita una gran reforma. Una refundación institucional serena, pero valiente. Profunda, pero realista. Ambiciosa, pero ejecutable.
1. Un nuevo diseño institucional: más eficiencia, menos clientelismo
Urge abordar una revisión del gasto público y de las estructuras administrativas del Estado. La multiplicación de parlamentos autonómicos sobredimensionados, consejerías espejo del Gobierno central, diputaciones provinciales sin función clara o entes públicos ineficientes debe dar paso a un modelo de gobernanza basado en la eficiencia funcional y la transparencia. No se trata de recentralizar, sino de racionalizar.
En esta línea, el Senado debe transformarse en una verdadera cámara de representación territorial, como ocurre en los modelos federales maduros, abandonando su rol actual de retiro dorado para veteranos del aparato político. Su inutilidad como cámara de segunda lectura es un lujo que un país con un 110% de deuda pública ya no puede permitirse.
2. Una clase política tecnocrática, profesional y temporal
La política no puede seguir siendo una carrera vitalicia. Se impone la necesidad de profesionalizar la gestión pública, colocando al frente de cada área a perfiles técnicos cualificados, no a cuotas de partido o compromisos internos. El cargo público debe entenderse como un servicio temporal, no como una salida laboral vitalicia.
Es momento de abrir paso a una generación de gestores del bien común, sin mochila ideológica ni hipotecas partidistas, capaces de implementar políticas con base empírica y visión estratégica, que entiendan que cada euro que entra en la caja pública procede del esfuerzo de millones de ciudadanos.
3. El debate sin complejos: jefatura del Estado y Constitución del siglo XXI
La Constitución del 78 fue necesaria, pero no es sagrada. España necesita una actualización constitucional en la que participen activamente generaciones que no la votaron y que hoy se sienten desligadas de su contenido. Reformar no es destruir; reformar es renovar el pacto fundacional para que vuelva a ser inclusivo, vigente y útil.
Y sí, debe abordarse sin miedos ni tabúes el debate sobre la jefatura del Estado. La monarquía parlamentaria, como toda institución, ha de ser sometida al escrutinio ciudadano. La democracia se fortalece cuando se permite debatir en libertad, con respeto, sin imposiciones dogmáticas ni censura emocional. Preguntar no es atacar; preguntar es madurar.
4. Fiscalidad justa, retorno ciudadano y Estado del bienestar sostenible
La presión fiscal no puede seguir aumentando en un país con una clase media en retroceso. Es hora de que los sacrificios del contribuyente se vean reflejados en mejores servicios, mayor eficiencia y menos despilfarro. La justicia fiscal no es recaudar más, sino gestionar mejor. Un Estado moderno es aquel que sabe ahorrar donde debe y gastar donde importa.
Conclusión: España merece algo más que alternancia, merece alternativa
Ni los rojos ni los azules han sabido, ni querido, ser esa alternativa. Han tenido tiempo, mayoría y poder con y sin amalgama de pactos. Y han fracasado. La resignación no puede ser el destino. Es momento de que surja una nueva política: técnica, eficiente, ética y al servicio del ciudadano. Una política que devuelva el control de lo público a quienes lo financian con su esfuerzo diario.
Porque la democracia no consiste en votar cada cuatro años, sino en construir un país donde merezca la pena quedarse. Y ese país, hoy, necesita su gran reforma.
Y si hace más de cuarenta años supimos construir juntos una monarquía parlamentaria que encauzara el deseo de libertad y reconciliación de toda una nación, hoy debemos estar a la altura del momento que vivimos. No se trata de renegar de lo que funcionó, sino de preguntarnos —con responsabilidad y sin miedo— qué instituciones queremos para el futuro.
Esa es, en definitiva, la madurez democrática: conservar lo valioso, reformar lo necesario y abrir con valentía las puertas para un nuevo modelo político y estructural que en definitiva venga a hacer algo tan sorprendente y transformador como mejorar la calidad de vida de las personas.
Liberté, Égalité, Fraternité