Una democracia secuestrada por escándalos
Los datos son elocuentes. Según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, España ha caído al puesto 46 en 2024, perdiendo diez posiciones respecto al año anterior. Esta caída no es casual: el caso Gürtel, la trama Púnica, Lezo, los ERE de Andalucía, el caso Mediador o los sobresueldos de Ábalos-Koldo-Cerdán son solo algunos ejemplos de una larga lista de escándalos que han salpicado tanto al PP como al PSOE.
Mientras el PP fue condenado como partícipe a título lucrativo en Gürtel, el PSOE ha visto cómo altos cargos eran condenados por desviar más de 680 millones de euros en el caso ERE. Y, sin embargo, ambos partidos siguen presentándose como garantes de la estabilidad institucional.
La corrupción como rutina
Lo más alarmante no es la existencia de corrupción, sino su banalización. La ciudadanía ha sido empujada a elegir entre “el menos malo”, como si la ética fuera un lujo y no una exigencia mínima. Esta lógica perversa ha convertido la política en una competición por ver quién roba menos, quién miente con más elegancia, quién tapa mejor sus vergüenzas.
El bipartidismo ha perfeccionado un sistema de blindaje institucional, manipulación mediática y reparto de cuotas que impide una verdadera rendición de cuentas. La justicia llega tarde, las responsabilidades políticas se diluyen y los partidos se protegen mutuamente en nombre de la “gobernabilidad”.
¿Y la sociedad?
La mayor tragedia no es la corrupción de los partidos, sino la resignación de la ciudadanía. Votar con la nariz tapada, justificar lo injustificable por afinidad ideológica o aceptar las migajas del clientelismo es renunciar a la dignidad democrática. Como se decía el 15M: “PSOE y PP, la misma mierda es”.
Es hora de romper ese hechizo. La regeneración no vendrá de quienes han convertido el poder en un botín, sino de una ciudadanía que exija transparencia, límites de mandato, auditorías públicas y una cultura política basada en el servicio, no en el privilegio.
Conclusión
El bipartidismo no solo ha fracasado en erradicar la corrupción: la ha institucionalizado. Y mientras no se cuestione su legitimidad moral, seguiremos atrapados en un bucle de escándalos, cinismo y desafección. La ética no es una utopía: es una urgencia. Y la crítica feroz, lejos de ser un capricho, es el primer paso hacia una democracia que merezca ese nombre.