De las murallas derribadas al alma demolida o cómo el progresismo se utiliza para destruir

Durante siglos, las murallas fueron el corazón de piedra de Europa. No eran simples defensas: eran el símbolo visible de que allí habitaba un pueblo con historia, identidad y voluntad de perdurar. Cada torre, cada puerta, representaba generaciones que habían construido algo mayor que ellas mismas. Derribarlas no fue progreso: fue el primer acto de una revolución cultural que aún no ha terminado.

Murallas de Ávila
photo_camera Murallas de Ávila

Con la llegada de la Revolución Industrial, el siglo XIX descubrió un nuevo dogma: la modernidad como demolición. Bajo el pretexto de abrir espacio y ventilar calles, se derribaron murallas seculares. París, Barcelona, Valencia o Milán sacrificaron su carácter amurallado en nombre del "progreso".

Se nos dice que las murallas "ahogaban" las ciudades, que traían peste y muerte. Mentira conveniente. Las epidemias atacaban igual a ciudades amuralladas y abiertas. El problema no era la muralla, sino el alcantarillado primitivo y la falta de higiene. Con inversión en infraestructura —acueductos, cloacas, pavimentación— las ciudades podían modernizarse SIN perder su piel histórica. La prueba está en las que sobrevivieron: Ávila, Lucca, Rothenburg, Carcassonne. No son museos muertos, sino ciudades vivas que supieron mejorar sin traicionarse.

En realidad, tras los discursos de higienismo y racionalidad urbana se escondía otra lógica: la especulación burguesa y la voluntad ideológica de borrar lo antiguo, de desarraigar la memoria física de las ciudades. Era el triunfo del hombre sin raíces, el mismo que hoy deambula por centros comerciales y aeropuertos idénticos en todo el mundo.

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Murallas de Ávila

El progresismo actual: la demolición continúa

Hoy el progresismo urbano repite el mismo patrón destructivo, pero con otros instrumentos. Si en el XIX demolieron las murallas físicas, hoy demolen las murallas del espíritu:

  • Antes había puertas que distinguían al ciudadano del forastero → Hoy exigen "ciudades de acogida" sin distinción ni criterio
  • Antes la plaza mayor era el centro sagrado de la comunidad → Hoy es un espacio "inclusivo" vaciado de significado
  • Antes el monumento recordaba hazañas propias → Hoy se derriba o "reinterpreta" por ofender sensibilidades ajenas
  • Antes la ciudad tenía jerarquía: centro, periferia → Hoy todo debe ser "policéntrico" y equivalente
  • Antes había diferencia clara entre ciudad y pueblo → Hoy se disuelve esa distinción en nombre de la "sostenibilidad"
  • Antes el orgullo cívico hacía a los ciudadanos distintos → Hoy se promueve la uniformidad moral

El objetivo es el mismo: borrar la memoria de los de casa.

El llamado urbanismo inclusivo o de proximidad suena bien, pero detrás se oculta un ideal rousseauniano: disolver la ciudad como estructura jerárquica y cultural para convertirla en una comunidad amorfa de individuos "felices", desarraigados y dependientes del Estado. Es el marxismo cultural aplicado al territorio: destruir la verticalidad (las catedrales, los palacios, los muros) y sustituirla por la horizontalidad gris de los bloques y los carriles bici.

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Restos del Baluard de Llevant del Zoo de Barcelona

De la urbe a la aldea global

La ciudad clásica era un centro de poder, comercio, arte y religión. El ciudadano se sentía heredero de una historia. Hoy se le quiere convertir en consumidor de servicios públicos, sin memoria ni orgullo local.

Donde antes había murallas que marcaban la frontera entre el orden y el caos, hoy hay zonas de baja emisión que expulsan a los propios habitantes, mientras se aplaude el turismo masivo que vacía el alma de las calles. El mismo espíritu que en el siglo XIX derribó las murallas "para respirar" hoy asfixia el alma de la ciudad en nombre del aire limpio.

Conclusión: reconstruir el espíritu urbano

Reconstruir el espíritu urbano significa defender sin complejos:

  • Los valores que construyeron nuestras ciudades: el trabajo, el sacrificio, la continuidad generacional
  • Las costumbres de los de casa frente a la imposición de lo ajeno
  • El derecho a que nuestras plazas sigan siendo NUESTRAS, con su carácter propio e intransferible
  • La jerarquía natural: el centro histórico merece más protección que un polígono industrial, la catedral más respeto que un centro comercial
  • La memoria colectiva frente a la amnesia ideológica

No se trata de odiar al forastero, sino de amar lo propio. Las murallas protegían porque dentro había algo que merecía ser protegido. Hoy necesitamos ese mismo principio: ciudades con alma, identidad y raíces, no espacios neutros para consumidores anónimos.

La verdadera modernidad no consiste en borrar lo anterior, sino en integrar la tradición en el futuro. Las ciudades que olvidan sus murallas terminan, tarde o temprano, sin alma y sin ciudadanos, solo con habitantes.

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