Cuesta recordarlo en tiempos de trincheras digitales, pero la Constitución no cayó del cielo. La escribieron políticos que se habían insultado, vigilado o incluso encarcelado. La aprobaron ciudadanos que no estaban acostumbrados a votar. La vivió un país que todavía no sabía si aquello era una transición o un resbalón histórico a medio camino. Y, aun así, funcionó.
Durante estas casi cinco décadas, el texto del 78 ha sostenido una arquitectura institucional capaz de algo que España no había logrado casi nunca: estabilidad prolongada. Entre sus aciertos más visibles, la descentralización territorial configuró un Estado autonómico que, aunque imperfecto y a veces disfuncional, permitió integrar identidades diversas sin romper la unidad del país, a pesar de haberlo intentado en alguna ocasión. Las libertades civiles y políticas se consolidaron hasta convertirse en parte del paisaje cotidiano. Y la economía española, con sus ciclos salvajes, consiguió prosperar dentro del marco europeo, precisamente, porque existía una base constitucional sólida que daba confianza.
La Constitución trajo separaciones de poderes, reconoció derechos que parecían ciencia ficción en los setenta, permitió elecciones libres, pluralismo político, tribunales independientes y medios de comunicación que dejaron de ser correa de transmisión. Con todos sus defectos, el sistema democrático español se modernizó a una velocidad que hoy todavía sorprende a historiadores y politólogos.
Por supuesto, la idealización es inútil. El texto arrastra zonas oscuras, ambigüedades deliberadas y artículos congelados en resina. La reforma constitucional ha sido tratada como una amenaza en vez de como un instrumento natural de actualización democrática. La estructura territorial, que fue un enorme acierto, se convirtió también en uno de sus campos de batalla. Y la falta de mecanismos efectivos para renovar órganos clave del Estado ha provocado crisis que el propio texto intentó evitar.
Pero aun con todo eso, la Constitución ha demostrado una resistencia inesperada. Ha sobrevivido a golpes de Estado, a crisis económicas, a polarizaciones, a oleadas independentistas y a gobiernos que intentaron estirarla como si fuera una goma infinita. Y ahí sigue, más discutida que nunca pero todavía en pie, recordándonos que la alternativa al pacto nunca fue mejor.
A los 47 años, lo razonable no es venerarla ni demolerla, sino hacer algo que a este país le cuesta horrores: actualizarla sin miedo y reconocer que su mayor logro no fue la perfección, sino haber permitido casi medio siglo de convivencia democrática. A veces, en la historia política, esa normalidad que damos por hecha es el mayor éxito.
La Constitución del 78 no nos regaló un país perfecto. Nos dio algo más útil: un marco donde equivocarnos sin que todo se derrumbara. Y eso, visto lo visto, no ha sido poca cosa.