Oriente Medio y el conflicto que dura milenios

El conflicto palestino-israelí o la Mentira que Grita Más Fuerte que la Verdad

En estos tiempos de confusión ideológica, la izquierda internacional ha convertido la mentira en método y el grito en argumento. Repiten como mantras las mismas palabras huecas: "genocidio", "apartheid", "colonialismo", "resistencia". Las lanzan como piedras contra Israel, esperando que la repetición sustituya a la realidad. Pero no funciona así. Una mentira no se vuelve verdad porque mil voces la griten al unísono, y los hechos no desaparecen por mucho ruido que hagan quienes prefieren la propaganda a la evidencia.

Conflicto palestino-israelí
photo_camera Conflicto palestino-israelí

El verdadero problema no radica en la supuesta "ocupación" israelí, sino en algo mucho más profundo y peligroso: una ideología fanática que niega el derecho mismo de Israel a existir. Hamas, Hezbollah y el régimen de los ayatolás que desde hace más de cuatro décadas ha secuestrado Irán y oprime salvajemente al pueblo iraní, no son movimientos de liberación ni defensores de derechos humanos. Son estructuras de poder totalitarias construidas sobre el odio, el fanatismo religioso y el uso deliberado de civiles como escudos humanos. Y quienes desde universidades occidentales, tribunas mediáticas o despachos gubernamentales blanquean, financian o justifican a estos grupos terroristas, no son observadores neutrales: son cómplices directos de la violencia.

Esta realidad ideológica explica por qué todos los intentos de solución política han fracasado sistemáticamente. Basta ya de fingir que el conflicto palestino es una cuestión meramente territorial que puede resolverse con decretos diplomáticos o reconocimientos simbólicos. Cuando el problema es ideológico en su esencia, las respuestas geográficas están condenadas al fracaso. Israel ha demostrado durante décadas su disposición a la paz: aceptó múltiples propuestas de dos Estados, cedió unilateralmente Gaza, negoció los Acuerdos de Oslo, colaboró con la Autoridad Palestina. El resultado ha sido sistemático: más terrorismo, más adoctrinamiento en las escuelas, más corrupción y más ataques contra su legitimidad. La Autoridad Palestina, después de décadas administrando territorios, no ha logrado imponer orden interno, celebrar elecciones libres ni garantizar el mínimo pluralismo político necesario para cualquier democracia funcional.

Israel en tiempos de la Biblia
Israel a través de los tiempos

¿Por qué ocurre esto? Porque amplios sectores del liderazgo palestino, junto con sus aliados en el islamismo radical, no buscan realmente un Estado palestino junto a Israel, sino en lugar de Israel. Esa es la raíz del conflicto, y quien no comprenda esta distinción fundamental está condenado a no entender nada de lo que ocurre en Oriente Medio.

Para entender la absurdidad de esta situación, pensemos en un ejemplo sencillo pero revelador. Imagine que tiene un vecino que insiste diariamente en que su casa no debería existir, que su familia nunca tuvo derecho a instalarse allí, y que aprovecha cualquier oportunidad para lanzar piedras contra sus ventanas o incendiar su jardín. ¿Qué haría usted? Se protegería. Reforzaría sus puertas, aseguraría sus ventanas, construiría una valla. Y si un día ese vecino entrara armado con la intención de matar a sus hijos, respondería para defenderse. Sin embargo, la izquierda internacional llegaría inmediatamente a acusar al propietario de la casa de "provocar" al agresor por haber tenido la osadía de cerrar su puerta.

Pero los defensores de esta narrativa distorsionada van más allá. Insisten en que "esa casa fue construida en tierra robada". Esta afirmación, repetida hasta la saciedad, merece ser desmentida con hechos históricos irrefutables. Durante el Imperio Otomano, gran parte del territorio que hoy ocupa Israel era tierra baldía, árida, sin registros claros de propiedad privada y sin ninguna soberanía estatal palestina. Viajeros europeos del siglo XIX, como Mark Twain, describían Palestina como una región despoblada, "triste, yerma y sin voz de vida". Las tierras fueron compradas legalmente, muchas veces a precios elevados, a grandes terratenientes árabes que frecuentemente vivían en Beirut o Damasco, por organizaciones sionistas que conservan hasta hoy la documentación de estas transacciones. Nadie fue expropiado por la fuerza. Muchos árabes que trabajaban esas tierras continuaron viviendo allí y, en numerosos casos, mejoraron significativamente sus condiciones de vida.

La inmigración judía a Palestina tampoco fue una invasión colonial europea, como pretenden hacer creer los detractores de Israel. Fue el retorno histórico a una tierra que ya era suya ancestralmente. Israel no nació en 1948 por una decisión arbitraria de los británicos, sino porque ese territorio fue el hogar del pueblo judío durante más de tres milenios. La palabra "Judea" no proviene de ningún panfleto sionista moderno, sino del propio Imperio Romano. Fueron precisamente los romanos quienes expulsaron por la fuerza a los judíos tras las rebeliones del siglo I después de Cristo. ¿Acaso no tienen derecho a regresar a su tierra ancestral?

Aquí se revela la hipocresía más nauseabunda de la izquierda internacional. Repite constantemente que "la historia no puede justificar una ocupación", excepto cuando se trata de sus propias causas ideológicas. En esos casos, la "memoria histórica" se convierte en sagrada, y pueden llorar por injusticias ocurridas hace trescientos años. Pero cuando un judío recuerda que sus antepasados fueron expulsados de Hebrón o Jerusalén, entonces se convierte automáticamente en un "colonizador europeo". Este doble rasero no es solo intelectualmente deshonesto: es moralmente miserable.

Israel
Israel

Mientras tanto, los gobiernos de Francia, Irlanda, Canadá y otros países occidentales, que ni siquiera son capaces de imponer el orden en sus propios barrios cuando radicales islamistas incendian sus calles, tienen la desfachatez de pretender dictar a Israel cómo debe defenderse. Gobiernos que han renunciado a proteger a sus propios ciudadanos judíos en nombre de un multiculturalismo mal entendido, que censuran a profesores y caricaturistas por miedo a los islamistas, se permiten el lujo de dar lecciones de derechos humanos a un país que vive rodeado de enemigos armados hasta los dientes.

¿De verdad alguien cree seriamente que el conflicto se resolverá reconociendo un Estado que no cumple ni uno solo de los requisitos básicos de soberanía, legalidad o gobernabilidad? ¿A qué "Palestina" exactamente se pretende reconocer? ¿A la Gaza controlada por Hamas, donde se ejecuta públicamente a homosexuales y se utiliza a niños como escudos humanos? ¿A la Autoridad Palestina, que paga sueldos regulares a terroristas condenados por asesinatos y que lleva décadas sin celebrar elecciones?

La respuesta a estas preguntas revela la verdadera naturaleza del problema. Israel, con todos sus defectos e imperfecciones como cualquier democracia, es el único país de Oriente Medio donde existe prensa genuinamente libre, elecciones abiertas y competitivas, y libertades individuales reales para mujeres y minorías religiosas. Es el único lugar de la región donde los árabes pueden votar libremente, ocupar cargos en el Tribunal Supremo, trabajar como médicos en hospitales junto a judíos, y ser elegidos diputados en el parlamento nacional. Quienes atacan sistemáticamente a Israel no lo hacen porque no sea suficientemente democrático, sino precisamente porque existe y prospera como democracia en medio de un océano de autoritarismo.

Los que repiten incansablemente las mentiras contra Israel no buscan justicia ni paz: buscan revancha ideológica. Pero por mucho que griten, por mucho que repitan sus consignas huecas, no lograrán convertir una falacia en verdad. La verdad no necesita gritos para imponerse, aunque a veces deba defenderse con firmeza contra quienes prefieren la comodidad de la mentira al coraje de los hechos.

Defender a Israel hoy significa también defender el derecho fundamental de cualquier nación libre a existir sin tener que pedir perdón por ello. Significa rechazar la cobardía intelectual de quienes prefieren repetir eslóganes antes que enfrentar realidades incómodas. Y significa, sobre todo, recordar que en un mundo donde la verdad está cada vez más amenazada por el ruido ideológico, algunos valores siguen mereciendo la pena ser defendidos, aunque no estén de moda en los salones progresistas de Occidente.

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