Libertad, esa desconocida: el drama existencial del rey emérito Juan Carlos I

En un país donde el salario mínimo sirve para sobrevivir tres semanas (con suerte), donde la juventud emigra por un futuro que se cotiza en criptomonedas y donde los alquileres suben más rápido que la inflación, emerge un nuevo mártir nacional: Juan Carlos I, rey emérito, exiliado emocional, fiscal y existencial.

Juan Carlos I, rey emérito español que vive en Abu Dabi
photo_camera Juan Carlos I, rey emérito español que vive en Abu Dabi

Desde su dorado retiro en Abu Dabi —donde el sol brilla, los yates flotan y los periodistas no preguntan—, Su Majestad vive atrapado por las cadenas invisibles del privilegio. “No puedo moverme como antes”, susurra (o eso imaginamos), mientras hojea catálogos de relojes suizos entre visita y visita al circuito de Fórmula 1.

En una entrevista publicada hoy mismo, el rey emérito pronuncia una frase que va a reventar las existencias de kleenex en España: "di la libertad a los españoles instaurando la democracia pero nunca fui libre” lo que demuestra que el exmonarca sigue en su palacio de cristal mental dentro de su mundo paralelo que, por cierto, no es figurado sino muy, muy real. Y, por encima de todo, carece de memoria y recuerdos como sus cacerías de todo tipo y especie (humana o animal).

La tragedia del intocable

Seguimos en sesión kleenex: “Echo de menos la libertad”, habría comentado. Y uno lo entiende: ya no puede pasearse por Zarzuela como Pedro por su casa (ojo no confundir con el otro Pedro que ocupa temporalmente la Moncloa), ni regalar elefantes muertos como souvenirs, ni recibir “regalos” como comisiones de jeques con la naturalidad con que otros heredan chaquetas del primo. Qué tiempos aquellos.

Hoy, sufre con estoicismo el peso de ser el único español al que no se le puede juzgar… ni con justicia ni con sarcasmo. Porque, recordemos, nunca ha sido condenado. Solo ha sido señalado, observado, criticado… pero jamás imputado. Es decir, un ejemplo de discreción y transparencia.

El precio de la soledad dorada

Desde que se “autoexilió” en 2020, el rey emérito ha vivido bajo el yugo insoportable de la privacidad, el lujo extremo y la impunidad. Un castigo casi bíblico. Hay quien dice que sufre, que se aburre, que añora su gente. Y nosotros, humildes súbditos, solo podemos imaginar ese dolor: la nostalgia de no poder cazar osos con vodka, de no tener sobres que contar o tarjetas black que deslizar sin mirar el saldo.

Una realeza incomprendida

Mientras otros monarcas fingen modernidad con trajes slim fit y discursos inclusivos, Juan Carlos permanece fiel a su estilo: clásico, campechano y —por encima de todo— eternamente incomprendido. La historia será su juez, dicen. Aunque, a este paso, también será su biógrafo oficial, porque la justicia ordinaria parece tener miedo escénico.

Final amargo (pero sin arrepentimiento)

A sus 87 años, el emérito no pide mucho. Solo un poco de comprensión, una pista de aterrizaje discreta en Galicia, y un país que le devuelva lo único que ha perdido realmente: la libertad de vivir sin que nadie pregunte de dónde viene el dinero. Y, de paso, poder celebrar que hace 50 años el dictador le regaló una corona que no ha sabido llevar con la dignidad que la ciudadanía española esperaba.

Porque si algo duele más que el exilio es tener que responder preguntas. Y eso, en la vida de algunos, sí que es una tragedia.

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