Bienvenidos a la Universidad de “sabios” de TikTok

Si algo nos ha dado esta gloriosa era digital —además de ansiedad y la certeza de que el apocalipsis vendrá con subtítulos— es una educación global y gratuita... impartida por influencers con aro de luz.

Se acabaron los días de estudiar con apuntes fotocopiados y profes que olían a tiza y derrota. Ahora la sabiduría viene en vertical, con música de fondo y gente que te dice “te explico la Guerra Fría en 15 segundos” mientras se hace un delineado gráfico.

La peluquera y la Universidad de Tik-Tok
photo_camera La peluquera y la Universidad de Tik-Tok

¿Y sabes qué? Lo entiendes. Más que en años de escuela. Porque cuando yo estudiaba no había PowerPoint. Había tizas, mapas enrollables, y un señor que gritaba fechas. Y aun así, aquí estamos: explicando el conflicto palestino-israelí con dos emojis, un filtro de gato y una seguridad pasmosa. Nadie lo entiende, pero todos opinan. Firmes como estatua.

Pero esto no es nuevo. En este país siempre hemos sido expertos en lo que toque:
¿Hay pandemia? Pues somos virólogos.
¿Hay incendio? Bomberos de sofá.
¿Vuelve la DANA? Meteorólogos con bata y caña.
¿Sube la gasolina? Economistas del surtidor.

Todo con esa soltura genética del cuñado o cuñada espabilada, esa figura mitológica que bebe como un cosaco en Nochebuena pero desayuna jengibre porque "depura el hígado, ya te lo digo yo, que me lo dijo una influencer con bata en TikTok".

Y si no lo dice el cuñado, lo dice la peluquera, que es un oráculo de barrio con mechas californianas. Esa que lo mismo te corta el flequillo que te analiza el sistema de juego del Barça: "Mi Kevin juega en el equipo del pueblo y fíjate tú qué tonto el entrenador, que lo pone de medio cuando él es delantero centro." (mentira, no marcaría un gol ni aunque desapareciera la portería y se premiara con Doritos).

Y entre tinte y secador, te suelta que el antibiótico no le hizo nada “al Kevin”, pero que con un mucolítico, dos infusiones de tomillo y una cucharada de miel con propóleo “se curó en dos días, como un roble”. “El Kevin”, que tiene alergia al polen y un sistema inmune más frágil que una servilleta mojada, pero oye, según su madre, estaba como nuevo.

Y lo mejor es que va a la farmacia, recoge su receta —que casi siempre cambia por otra, porque “a mí ese no me hace nada”— y cuando vuelve a la peluquería, si la clienta que está en el sillón dice que su hijo tiene mocos, allá va ella, empoderada, con las tijeras en una mano y el saber popular en la otra: —Eso lo pasó el mío el mes pasado. Al final lo arreglamos con mucolítico y algo acabado en ona, y en dos días como nuevo.

No importa que el diagnóstico sea otro, que el pediatra diga lo contrario o que el niño de la clienta sea alérgico al prospecto. Si “al Kevin” le funcionó, eso es lo que hay que hacer. Porque en la mente de la peluquera, si algo le va bien al suyo, automáticamente se convierte en tratamiento estandarizado.

Y si por casualidad lo que le recetaron aquella vez fue un laxante en lugar de un jarabe, tampoco pasa nada: —Cagaba, pero no tenía mocos. Así que mira, el cuerpo se limpió entero. Eso es lo que hace falta, limpiar por dentro. El tuyo también se va a quedar nuevo.

Y lo dice con una convicción tan firme que durante un segundo la clienta duda si no debería apuntarlo. Porque claro, ella no improvisa: ella “habla desde la experiencia”. Y en este país, eso equivale a tener un máster. Uno de los buenos. De los que no hace falta estudiar. Ni contrastar. Ni cuestionar.

Y así vamos tirando: entre vídeos cortos, diagnósticos cruzados y consejos que vienen con laca y reflejos.

El país funciona, claro que sí. No gracias a la ciencia, ni a los expertos, ni al sentido común... Sino porque, por suerte, “El Kevin” ya no tiene mocos. Y además, caga.