La reciente controversia vinculada al juego de la pelota vasca y el paso simbólico (aunque no insignificante) de una selección bajo la denominación de Euskadi sin representación estatal, no constituye una simple anécdota. Es un nuevo capítulo en una larga secuencia de determinaciones donde el Estado, en lugar de actuar como garante de la concordia, ha optado por ceder, difuminar y, con frecuencia, evitar asumir su función vertebradora.
¿Qué sucede realmente? ¿Por qué el Gobierno consiente –o promueve– que símbolos, ámbitos y competencias que deberían fortalecer el proyecto común se transformen en factores de división? La respuesta, aunque poco grata, parece evidente: en su empeño por perpetuarse en el poder a cualquier precio, se ha vuelto rehén de minorías que hacen del cuestionamiento de España su principal objetivo político.
Lo hemos observado en Cataluña, con indultos, consultas y leyes de amnistía concebidas a medida. Lo vemos ahora en el País Vasco, donde se tolera que el deporte se convierta en un escaparate de la reivindicación nacionalista sin la menor reacción institucional. También lo vimos con la permisividad ante tributos a reclusos de ETA, con los silencios en fechas significativas para las víctimas, con la indiferencia frente al arrinconamiento del castellano en la enseñanza, y lo constatamos cada vez que se facilita que lo común quede subordinado a lo identitario.
Quienes respaldan esta forma de gobernar suelen aludir a la palabra "progresismo", pero lo que realmente estamos experimentando es un debilitamiento gradual del Estado. Y no desde una perspectiva plural y moderna, sino desde una renuncia sistemática a ejercer autoridad cuando es preciso: no para imponer, sino para asegurar igualdad, respeto y cohesión.
Lo más preocupante es que esta estrategia no contribuye, sino que menoscaba. No integra, sino que fomenta el resentimiento. No facilita el entendimiento, sino que sepulta el diálogo sincero bajo acuerdos turbios y concesiones irreversibles.
Hoy es el juego de la pelota vasca. Ayer fueron la lengua, el Código Penal, la educación o la memoria histórica. Y mañana será otra fractura que, sin percatarnos, transformará lo simbólico en algo definitivo.
La gran cuestión que España debe plantearse es: ¿realmente tenemos los medios para sostener esto? ¿Es viable que una nación prospere si su propio Gobierno da la impresión de querer que cada cual vaya a su aire, considerando las bases compartidas más un estorbo que una protección?
España precisa menos límites que se traspasan constantemente, menos calladas omisiones de las instituciones cuando deberían hablar claro. Requiere un plan que cohesione, un liderazgo valiente en la defensa de nuestros intereses colectivos, y ciudadanos que no vean como algo normal que aquello que nos une se transforme en un perpetuo conflicto.