Sorprende ver a alcaldes y concejales de Hacienda presumiendo de cuánto más superávit mejor y de acumular con ello remanentes, es decir, excedentes o sobrantes, de esos recursos previstos para los gastos presupuestados. Pero esa situación de superávit no es una buena noticia. O casi nunca lo es. Porque realmente tras estos tan celebrados superávits no hay otra cosa que una gestión económica deficiente, una escasa ejecución del gasto o, lo que es peor, una renuncia tácita, cuando no expresa, a atender las necesidades de la ciudadanía. O todo a la vez.
Los presupuestos de un ayuntamiento, como los de cualquier otra administración pública, son instrumentos de planificación para transformar la realidad social y mejorar la vida de los vecinos. Su objetivo, por tanto, no es ofrecer un resultado positivo y así acumular recursos no consumidos, sino gestionarlos, redistribuirlos y gastarlos de manera eficiente, justa y oportuna. La primera pregunta, por eso, que hay que a hacer a un alcalde ufano por unas cuentas con un superávit elevado no es cuánto ha ahorrado, sino cuánto ha dejado de invertir en servicios públicos que no ha prestado o que no ha prestado íntegramente.
Porque un superávit puede significar, por ejemplo, que no se ejecutaron partidas previstas para mantenimiento urbano, para ayudas sociales, o para mejoras en el transporte público o en políticas de vivienda. Y esa menor ejecución presupuestaria, que obviamente no puede si no dar un resultado con signo positivo, no es un mérito, sino una muestra de incapacidad para ejecutar lo comprometido. Con la consecuencia de un ayuntamiento que tiene dinero en el banco, sí, pero dinero que hemos aportado como contribuyentes y que no ha servido para solucionar problemas de degradación de nuestros barrios, que no han llegado a familias necesitadas de apoyo, o que no mejoran servicios con carencias ni implementan otros inexistentes.
Añadamos a la cuestión una equivocada visión empresarial del presupuesto municipal, buscando solo busca cuadrar cifras y obtener rendimientos económicos en forma de beneficios, y tendremos que los presupuestos municipales dejan de ser una herramienta de desarrollo y de cohesión social, una palanca para cambiar la realidad, para convertirse en una mera cuenta de resultados que, si coincide con una alta presión fiscal local, obliga a cualquier ciudadano a preguntarse de qué sirve pagar unos tributos que no van a destinarse de manera efectiva y real a gasto público, sino a engrosar unas arcas municipales sin más. Recaudar mucho y gastar poco no es, de este modo, sino una injusticia frente a una ciudadanía a la que se le exigen esfuerzos que no recibe a cambio mayor bienestar. Y la foto de un alcalde sonriente por su superávit no parece que mejore mucho nuestra vida ¿verdad?
¿Cómo evitar superávits reflejo de una ineficaz gestión? Una herramienta clave para ello puede ser la implantación del presupuesto de base cero (PBC) en el ámbito municipal, ya que, a diferencia de un enfoque tradicional, el que parte del presupuesto del año anterior simplemente para ajustarlo, el PBC obliga a justificar cada partida desde cero en cada ciclo presupuestario. Y ello puede transformar las administraciones locales de manera relevante, porque ello exige replantearse las prioridades reales, dado que cada servicio o programa ha de justificar su existencia y su financiación en función de su impacto y resultados previstos, lo que obliga a eliminar partidas obsoletas o innecesarias que se mantienen por mera costumbre.
Un sistema de PBC hace el gasto más eficiente, dado que identifica duplicidades en los gastos duplicados y proyectos ineficaces, así como estructuras administrativas sobredimensionadas o, en su caso, insuficientes. Pero, fundamentalmente, rompe con una inercia común en las entidades locales: la de presupuestar cada año siguiendo el patrón del año anterior simplemente aumentando créditos sin analizar necesidades y capacidades de ejecución. Sin haber procedido a hacer una reflexión de cada área de gestión y de sus objetivos, algo que impide planificar estratégicamente y orientar la acción política realmente a la obtención de resultados previamente establecidos. Algo que igualmente dificulta, o falsea, la rendición de cuentas que es exigible a cualquier actuación pública.
Un superávit debería ser contemplado desde una perspectiva crítica que nos hablara de sus causas reales. Y de si éstas realmente tienen como fin una mejora de la vida de los vecinos. Porque de no ser así, ese superávit es un fracaso que no merece aplauso, sino una reforma profunda de cómo administrar bien eso que es de todos: el dinero que sale de nuestros bolsillos para convertirse en dinero público. O lo que es lo mismo: cambiar modelos de gestión con herramientas útiles que los hagan verdaderamente transformadores de la sociedad.