Más que demostrar capacidades técnicas o profesionales, parece que bastó con una afiliación temprana y una dedicación incansable a la "fontanería interna": ese trabajo de pasillos, favores, y alineamiento acrítico que permite ascender sin haber cruzado nunca el umbral de una oficina como empleada común. Lo preocupante no es solo su caso, sino el patrón que representa: una promoción política basada en la obediencia, no en la excelencia.
Frente a la falta de experiencia profesional, muchos optan por inflar su currículum con titulaciones vacías, cursos de fin de semana y masters que apenas rozan el rigor académico. Es una suerte de maquillaje institucional para encubrir la fragilidad real de su trayectoria. Noelia es solo una entre muchos que quieren compensar su vacío de experiencia con pergaminos que no resisten escrutinio.
Este fenómeno revela algo más profundo: un complejo tremendo que atraviesa a toda una generación de políticos mediocres que entienden el título como sustituto del mérito, y la lealtad como equivalente del talento. La falta de experiencia real se oculta tras logros ficticios, mientras el verdadero talento —el que sabe, el que ha vivido, el que ha trabajado— queda relegado a los márgenes del juego político.
Lo más alarmante es que Noelia no será ni la primera ni la última. El sistema premia la docilidad, perpetúa la endogamia, y desincentiva cualquier renovación auténtica. Y así seguimos, viendo desfilar en cargos públicos a quienes no han conocido ni el desempleo, ni la presión de un jefe, ni la firma de un contrato laboral.